Secciones
Servicios
Destacamos
Dice la leyenda que la Ley de Murphy nació cuando el ingeniero de la fuerza aérea estadounidense Edward Murphy Jr. dijo en 1949, tras comprobar una grave equivocación de su asistente, aquello de: «Si una persona puede cometer un error, lo hará con toda seguridad». ... Después, la sabiduría popular, siempre tan dada a la entronización de la entropía, ha terminado por elevar la anécdota a categoría, asegurando, en nombre de Murphy, que «si algo malo puede suceder, sin duda sucederá». Más o menos.
La Ley de Murphy, con toda su carga no se sabe si de pesimismo o de resignación, no es una ley sensu stricto, pero sí una conseja que nos permite adivinar cosas. Por ejemplo, que si seguimos jugando a no ver las consecuencias del calentamiento del planeta, puede llegar (y llega) una gota fría que convierta las lluvias torrenciales de todos los años en un verdadero infierno de lodo. O que si seguimos jugando a buscarle las costuras a la democracia, porque nos aburre, nos defrauda o, simplemente, no cubre nuestras expectativas, los zombis volverán a poner sus pies sanguinolentos en la Casa Blanca. Con todo lo que eso significa para la convivencia mundial: para el recalentamiento del planeta, en la más amplia expresión del término.
La Ley de Murphy, que funciona siempre, por más que los investigadores no den con su principio científico, nos sirve para calibrar, antes de que se produzca, el fracaso colectivo de una sociedad. Llámese la estadounidense o la española. Un fracaso que tiene muchas caras. La más desasosegante de ellas, el fervor populista de unos pocos y el desapego de la mayor parte de los gobernados hacia sus gobernantes. Llámense aquí palos al paso del presidente o pegotes de barro en la cara de la reina. O también marchas interminables de miles de voluntarios, provistos de alimentos y armados de cubos y fregonas, fuera de toda coordinación administrativa. Congregados por las redes sociales y dispuestos a tapar, con la sola fuerza de su solidaridad, los huecos que la Ley de Murphy avisa de antemano que quedarán sin cubrir decentemente.
Los arqueólogos saben bien hasta qué punto la historia, más que en los libros, se manifiesta en los restos que el tiempo ha dejado sepultados bajo la tierra. Desde Atapuerca hasta las fosas comunes de la guerra incivil española. Si queda algún arqueólogo todavía sobre la faz de la tierra dentro de quinientos años, ¿qué pensará cuando descubra esos cementerios de coches y de hierros retorcidos que han quedado en tantos lugares de la comunidad valenciana? ¿Qué conclusiones sacará a partir de las informaciones que nosotros mismos publicamos, con el enorme esfuerzo de tratar de discernir entre los bulos y las noticias verdaderas? ¿Hasta dónde serán capaces de detectar en la tragedia de Valencia, con toda su previsible imprevisibilidad, los síntomas de una nueva decadencia de Occidente?
Es difícil de saber. A pesar de su lógica aplastante, lo que la Ley de Murphy no nos permite calibrar con exactitud es el alcance de esos errores inevitables, consustanciales a la propia condición humana. Ni sabe precisar si el agua, que se empeña en mostrarnos, una vez tras otra, su versión más apocalíptica desde el diluvio universal es también la solución para que, sobre el barro de la historia, florezcan las esperanzas de un cambio, de una nueva oportunidad. Porque de Trump a Putin, o de Sánchez a Mazón, sabemos que si hay posibilidad de equivocarnos una vez, sin duda podremos equivocarnos de nuevo. Pero también sabemos que, a pesar de ellos, cuando surge la fatalidad, también asoman legiones de voluntarios con escobas, dispuestos a hacer el trabajo sucio que nadie les encargó. Ni sé si con esperanza; sin duda, con determinación. Por lo menos hasta la próxima gota fría. Toda ley tiene su excepción.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.