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Por los caminos de Fuensaldaña hacia Cigales se siente la voz de Cantabria como una llamada a galopar y galopar hasta enterrarnos en el mar. Aunque sea en el mar de las dudas. Porque la certeza de la duda, al menos desde que Nietzsche le ... entregó a Dios el finiquito, es lo único que nos identifica a los tirios como a los troyanos.
Nos vamos de vacaciones con la duda. No sobre quién va a ser nuestro próximo presidente de Gobierno, sino sobre cómo se las ingeniarán nuestro próximo presidente de Gobierno, y esa viceseñora que no deja de hacer aspavientos a su lado, para engañar al prófugo de Waterloo. O para convencer a sus fieles para que le traicionen, con vistas a alcanzar, tots junts, las más altas cimas de la miseria del poder.
¿Qué cómo lo hará? No sabemos. Lo que sí sabemos es que lloverá, como dice el hombre del tiempo que va a llover este fin de semana en Santander. Y también que más tarde o más temprano, después de pasar por la túrmix de Sánchez, al prófugo europarlamentario se le quedará la misma cara que se le ha quedado al expresidiario Junqueras, la noche del recuento electoral. No las rabietas de muñeco roto de Rufián, sino más bien la cara larga, decepcionada, del que, ganándolas, no ha hecho otra cosa que perder todas las batallas a las que ha sido convocado desde el golpe.
Camino de la mar océana, tanto como en la temperatura del agua estremece pensar en lo que se ha llegado a convertir el pluralismo político que buscaban la ley D'Hont y la Constitución del 78. Traduciendo votos en escaños. Escaños en presidencias y carteras. El arte final de la componenda, tan exquisitamente democrático como materialmente ineficaz. La fábrica de gobiernos ineptos y parlamentos idos que aprueban leyes improvisadas, dedicadas a pisar las cabezas de los enanos según van asomando por el jardín. Pequeños guiños a grupos de ciudadanos cada día más pequeños, aunque a veces con grandes ambiciones. En la mayor parte de las ocasiones, difíciles o imposibles de aplicar. Siempre con efectos colaterales.
Ahora que ya sabemos que los españoles le tienen más miedo al hombre del saco que al muñeco diabólico, intuimos también que viviremos unos cuantos años más pendientes de eso que los políticos llaman la aritmética parlamentaria, y los bedeles del Congreso el circo de Don Mandolio. O los grandes éxitos de la Pandilla. Porque aunque el Rey quisiera (es un decir) proponer como presidente al candidato de la lista más votada, no hay otra cera que la que arde. Porque aunque el candidato del partido más votado se afanara (de hacerlo) en apelar al centro democrático y social de la inmensa mayoría de los españoles, frente a la calderilla de las periferias, el esfuerzo sería inútil. Hace ya tiempo, desde que el gran filántropo mundial Bill Gates sustituyó al Dios de Nietzsche por ese alegre Olimpo panteísta de los dioses digitales, que el algoritmo se impone frente a toda acción humana.
Porque somos hombres y versos libres, votamos. Y en tanto que votamos, dejamos de ser libres frente a la voluntad de la aritmética, que ya era inteligente mucho antes de que le pusiéramos nombre. Así que, reducida la política al conteo de alianzas morganáticas, los peces grandes se vuelven a hacer grandes solo a fuerza de devorar a los peces más chicos. Y más tóxicos. Mientras el nacionalismo catalán cae, Vox se hace las uñas, Feijóo no se repone del coitus interruptus, Yolanda Díaz suma restando y ni Teruel ni la CUP ya existen, la pequeñez de Pedro Sánchez se ve cada día más grande. Y lo cierto es que todos, al lado de este enano travestido de gigante, nos hacemos todavía un poco más pequeños, más enanos, más inanes. No tenemos remedio.
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