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Las cifras son tozudas. En la hora del análisis alrededor del 8 de marzo, las realidades se cruzan y se solapan. Por una parte, la principal, sucede que más allá de lo teórico en verdad no terminamos nunca de alcanzar la igualdad real entre hombres ... y mujeres, perdidos hacia abajo por brechas de género y hacia arriba por techos de cristal. Por otra, parece que la batalla por la equidad entre hombres y mujeres interesa cada día menos a las nuevas generaciones, entre las que el machismo gana terreno. Ellos, porque no entienden que sea necesario implicarse más por una igualdad que sienten plenamente implantada en su mundo, o incluso discriminada a favor de ellas. Ellas, porque afiliadas en algunos casos a una interpretación supremacista del feminismo, ignoran que considerar un sexo por encima del otro es lo contrario de aquello por lo que pelearon y siguen peleando sus madres y sus padres. Hablamos todavía de minorías, pero hablamos de tendencias.
Llegados al 8 de marzo de 2024, ¿se ha estrellado la lucha feminista contra su propio techo de cristal? Al banalizarse por una parte y radicalizarse por la otra, ¿ha perdido su esencia? No es difícil pensar que, si esto no ha sucedido todavía, está a punto de suceder. Lo está sin duda cuando asistimos a verdaderos fenómenos de masas que convierten a las mujeres, en algunos casos con el entusiasmo de las propias mujeres, en pura mercancía. Hablo del caso de las mujeres que facturan de Shakira o, sin salir del territorio nacional, de algunos de nuestros últimos representantes internacionales. Aquella Chanel, con su letra sexista y degradante, que ganó el tercer puesto en Eurovisión. O estos otros fenómenos de Nebulossa, que han hecho furor con el despojamiento del significado de las palabras con el tema de este año: «cuando consigo lo que quiero (¡zorra!, ¡zorra!) jamás es porque lo merezco». ¿De verdad que a facturar o a ser una zorra es a lo que debe aspirar una mujer del siglo XXI?
Confundir el zorreo o el perreo con la lucha por la liberación de la mujer es confundir la velocidad con el tocino. Más aún: anteponer actitudes como éstas, de sumisión enmascarada, al verdadero objetivo de alcanzar la igualdad real no solo entre hombres y mujeres, sino entre todas las identidades de género que nos atrevamos a clasificar, es simplemente una aberración. Los hombres y las mujeres deberíamos luchar juntos por que todos seamos trabajadores y trabajadoras con los mismos sueldos y derechos; madres con la misma dedicación a la familia que los padres y, más allá de eso, conseguir que haya más mujeres presidentas del gobierno, más empresarias y directivas de grandes corporaciones o premios Nobel de ciencia y literatura. Lo demás es paisaje.
Se diría que el objetivo se diluye. Al menos si tenemos en cuenta lo que opinan los más jóvenes, atrapados en el mejor de los casos entre la incertidumbre y la incredulidad. Y en el peor, entre los nuevos supremacismos y la insaciabilidad del mercado. Con el resultado repugnante de terminar por cosificar a la mujer convirtiéndola, con su cuerpo por delante, en puro objeto de uso y consumo. Facturando y zorreando por dinero no ya en los burdeles ni en los salones privados, sino en las grandes pantallas de televisión.
Nada que no sea posible en una sociedad que ignora que, destruyendo el valor de las palabras, destruye su propia dignidad. Y que confundiendo los principios de libertad, igualdad y fraternidad con los de mercado, dinero y poder a costa de lo que sea, se engaña a sí misma con un solo resultado: que los ricos sean cada día más ricos, aprovechando los datos de bajeza que poseen sobre sus consumidores, y que los pobres seamos cada día más pobres de espíritu. Qué le vamos a hacer.
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