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Patético. Y tremendo. El debate en la cumbre del gallo Trump y el anciano Biden ha ofrecido la imagen perfecta del mundo en que vivimos. Un viejo mundo que se derrumba sobre las ruinas de su inteligencia, como diría el poeta, y un mundo ... nuevo, todavía más viejo y recalcitrante, que nos propone el regreso a los tiempos de los bárbaros. La debilidad manifiesta de un país, los Estados Unidos, que preocupa sobremanera a eso que llamamos la sociedad occidental. O lo que queda de ella. Un Occidente que, en su segunda mitad, acaba de dar ejemplo precisamente de lo contrario: la capacidad de unir intereses de tres fuerzas europeas –populares, socialdemócratas y liberales– con tal de proteger en lo posible un modo de pensar, de ser y de vivir igualmente amenazado. Frente a la imagen de América, la de esta nueva Europa que echa andar con Von der Leyen, Costa y Callas en armonía, a pesar de la abstención de Meloni o del voto en contra de Orban. Y dejando a la ultraderecha lejos de toda posibilidad de gobierno, a pesar de su evidente crecimiento.
Frente a un Biden completamente perdido, que empieza a superar los peores momentos de aquel Ronald Reagan que con confundía a las personas, a los países e incluso a las películas en las que había trabajado como protagonista, un Trump definitivamente fuera de sí y del sistema, agarrado a un personalismo que recuerda los peores tiempos de la democracia estadounidense. Visto lo visto, los demócratas empiezan a pensar en cambiar de candidato antes del verano, pero el problema es dónde encontrarlos. Si ya les costó rescatar a Biden del catálogo de segunda mano de la vieja guardia de Obama, en todo este tiempo no han hecho un solo movimiento por renovarse. Incluido el bluf de Kamala Harris, que aseguraron que sustituiría a Biden a mitad de mandato, y hoy en día presenta un perfil más gastado y desdibujado que nunca. Unos Estados Unidos profundamente desunidos, entre la desorientación y la pérdida de valores y de perspectivas frente a un mundo que definitivamente han dejado de liderar.
Claro que, desde España, apartada una vez más de los grandes centros de decisiones de Europa, especialmente tras la salida de Borrell, cada vez más lejos de los americanos pero también de los socios de la Unión, tenemos nuestra particular manera de socavar nuestros principios democráticos, para sumarnos a ese éxito de la barbarie y el autoritarismo que cada día gana nuevas posiciones en el mundo. La batalla por la descomposición que lidera el presidente Sánchez es larga, y lleva mucho tiempo en marcha. Pero no hay día que no alcance nuevas cotas de incuria. La última, como ya se había anunciado, la retirada al Senado del poder para controlar el techo de gasto del Estado, mediante la triquiñuela de la modificación de la Ley de Paridad. Es decir, más allá del socavamiento de la división de poderes entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial, la propia merma del papel de la cámara alta en su capacidad de controlar a la baja: un mecanismo de seguridad dentro del propio Parlamento, el de los sistemas bicamerales, que se corresponde con las más altas cotas desarrollo de las democracias occidentales. Algo que no hemos visto en toda la historia de nuestra joven democracia.
Frente al ejemplo de Europa, de armonía de los tres grandes grupos parlamentarios ante a la espada de Damocles de la ultraderecha, el mal ejemplo de España, donde el cesarismo del presidente Sánchez hace imposible toda opción de consenso. La capacidad permanente de confundir al electorado pintando teatralmente un demonio conjunto de derecha y ultraderecha que, paradójicamente, cada día sigue ganando terreno. Cada quien tiene su modo de escamotear el presente y de hipotecar el futuro con tal de mantenerse en el poder. Por ejemplo, invocando un pasado de novela negra al gusto de los más incautos y descerebrados del país. España es diferente.
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