La mayor parte de los historiadores coinciden en que la leyenda negra, que surgió en el siglo XVI y que no terminó hasta que los Estados Unidos echaron de Cuba a los españoles en 1898, fue una gran campaña de descrédito, fundamentalmente de ingleses y ... holandeses, para tratar de poner coto al expansionismo del imperio español de Carlos I y Felipe II. Pero casi siempre se olvidan de que buena parte de la gasolina para la hispanofobia no provenía de fuera, sino de casa. De personajes como Reinaldo González Montano, seudónimo del que debió ser un fraile huido del monasterio de San Isidoro del Campo, de Santiponce, al que se considera autor de uno de los primeros 'best seller' europeos de la historia: 'Artes de la Inquisición española', que se publicó en latín en Heidelberg en 1567 y no se dejó de imprimir hasta 1625 en sus diferentes versiones en holandés, inglés, francés y alemán. Y que fue cimiento, entre otros muchos textos de críticos españoles, de la negritud de la tal leyenda.
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Una mala reputación que, con pocas y honrosas excepciones, jamás ha tenido, desde España ni réplica ni respuesta, por comparación, con la capacidad de represión, de rapacidad o de crueldad de otros países u otros imperios que en el mundo han sido. Y son. Porque los españoles, en nuestro desprecio por nosotros mismos, nunca hemos sabido interpretar la historia. Y hemos sido siempre los primeros en hablar mal de España. Algo que nos honra, hasta un punto. De los padres celtas e iberos empezamos hablando mal inventando para ellos el término carpetovetónico, como signo de la España profunda que rechaza todo influjo foráneo. Y después nos aplicamos en seguir hablando mal de los fenicios, de los griegos, de los cartagineses, de los romanos, de los visigodos, de los judíos, los moros y los cristianos, de los Trastámara, los Austrias, los Borbones, las repúblicas, de Franco, de la Transición… hasta hoy. Y en el abundamiento de ese espíritu crítico, un gran bien si se utiliza para mejorar, pero un gran mal si para destruir, siempre ha habido terceros dispuestos a sacar tajada.
El último González Montano de nuestra historia, si bien éste no huido, sino más bien afianzado en el poder que le confiere su silla en el Gobierno, es nuestro ministro de Cultura, que se ha lanzado con denuedo al aggiornamento de la leyenda negra española, dando en bautizar con el extraordinario nombre de «descolonización de los museos» un concepto audaz, que mezcla la vocación de devolver lo «expoliado» por los españoles a sus países de procedencia con algo más profundo: «superar un marco colonial o anclado en inercias de género o etnocéntricas que han lastrado, en muchas ocasiones, la visión del patrimonio, de la historia y del legado artístico». Dicho en castellano de hoy: corregir lo ancestral machirulo, heteropatriarcal y racista de las acciones de la flota de Indias y los tercios de Flandes a lo largo de la historia. No tardaremos mucho en ver cómo le condecoran, por su inspirada defensa de la marca España, primero López Obrador, y después el rey Carlos III del Reino Unido, que lo mismo le nombra miembro de la Orden de la Jarretera.
Dice el descolonizador que el proceso ha de ser lento, o muy lento. Sobre todo porque en la mayor parte de los casos «falta memoria». Como si no hubieran sido los propios cronistas españoles los encargados de anotar todos y cada uno de los 'hitos' de nuestra colonización, tantas veces para denunciarlos. Hay días que pienso que deberíamos colocar en el frontispicio de lo que queda de nuestras Cortes la sentencia de Bismark: «España es el país más fuerte del mundo», añadiéndole la coletilla del prusiano: «Los españoles llevan siglos intentando destruirlo y no lo han conseguido». Será así.
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