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Llueve una vez más torrencialmente. Y las aguas nuevas apenas consiguen desviar por unos días la atención sobre los lodos más recalcitrantes de nuestra convivencia ... reciente. Nuevas alertas y medidas de protección para los ciudadanos y sus haciendas. Pero viejas mañas sobre esa máquina del fango, siguiendo al pie de la letra el neologismo presidencial, en que se ha convertido por aquí el ejercicio de la política. Llueve sobre mojado, y las cortinas de agua, con su inquietud, no terminan de ocultar tras ellas la visión patética de la pugna partidista –llámese caso Koldo, Begoña, Alberto González o García Ortiz– en los tribunales de justicia. Y en el río revuelto, lejos de ahogarse, los pescadores siguen sumando ganancias. Algo que ocurre desde que el hombre vive de que otros hombres piquen su anzuelo.
Con tacto delicado, los perros del presidente del Gobierno se han cuidado muy mucho de pedir la dimisión del presidente de la Generalitat Valenciana. Como mucho, se han limitado a limpiar, en Madrid como en Bruselas, los pegotes de barro que han dejado de buscar la cabeza de Pedro Sánchez para centrarse en la de su ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico. Otra que no estaba en su puesto de trabajo cuando estalló la tormenta, porque más bien andaba ocupada en afianzar su nueva carrera europea. En justa réplica, los perros del líder de la oposición tampoco se han atrevido a sacrificar al alfil Mazón, dimitiéndolo, para intentar dar jaque al rey Sánchez, no fuera a ser que, una vez más, perdieran lo propio antes de ganar un milímetro de lo ajeno.
Como prueba de su habilidad para trabajar con las máquinas del fango, los primeros han conseguido que la mayor parte de los gritos de indignación por los muertos y por las pérdidas se dirijan a aquel que no quiso dejar de comer antes de tomar el mando frente a la emergencia. Y que cuando lo hizo era ya demasiado tarde. Mientras que los segundos, conocidos por su impericia a la hora de manejar ésta y cualquiera otra máquina de guerra, no acaban de dar con la tecla que les permita reclamar la responsabilidad en cadena, mirando a aquel que, en un ejercicio máximo de inacción, se limitó a entregar a los desesperados lo que le pidieron. Como si los ciudadanos valencianos no fueran ciudadanos españoles de pleno derecho. Nada, en todo caso, que se parezca a esa labor de Estado compartido que nuestra Constitución dice que se articula entre el Gobierno central y las comunidades autónomas. Una corriente de lodo que, desde Valencia o Castilla-La Mancha, llega hasta el país entero, y ahora busca vías de escape por la Unión Europea, que por cierto está ya algo cansada de la manera que tenemos los españoles de lavar nuestros lodos domésticos en la casa común de los europeos.
Es duro, sin dejar de ser profundamente humano, escuchar las voces de aquellos que han perdido, además de sus bienes, a sus seres queridos, llamando a sus gobernantes «asesinos». Son las mismas palabras que escuchamos una y otra vez durante la pandemia, cuando miles y miles de ancianos fueron condenados, con crueldad infinita, a dejar la vida sin ni siquiera poder despedirse de sus familiares a través de una pantalla de plástico. Nadie dimitió entonces, como nadie va a dimitir ahora, limitándose toda responsabilidad a hacer que rueden un par de cabezas de turco. De turca, en este caso. Pero lo que vemos dos semanas después en Valencia nos dice que habría que depurar algo más que calles, hogares, edificios institucionales o infraestructuras para liberarlos del lodo. Habría que depurar responsabilidades. Y al más alto nivel. Hay, sin embargo, estatuas con pies de barro, o de lodo, que no caen ni aunque se viertan sobre ellas mil riadas. Así somos.
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