Seguramente lo mejor que se ha dicho sobre las vacaciones pagadas del presidente lo firman algunos de sus socios de Gobierno: Aragonès, que si no hacía falta «una comedia de cinco días» para tratar de desviar la atención pública; Puigdemont, que si lo ... verdaderamente deseable es que hubiera convocado una moción de confianza en el Congreso; Aitor Esteban, que si para hacer «la declaración que fuese» no eran necesario un paréntesis de tanto tiempo. Y sobre todo Rufián, que habla de «mal ejemplo» y de «acto de frivolidad» para algo tan importante como es estar a la cabeza del Gobierno de un país. Que en esto sí parece que es el mismo país del que hablan los dos: España.
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Detrás de ellos, los suyos propios, con el único recurso del sarcasmo, tomando el núcleo duro de las acusaciones de la oposición como si fueran lemas propios: «defender la democracia» o «detener la máquina del fango». Precisamente lo que lleva pidiéndole el país entero al presidente desde que perdió las elecciones de 2023. O más aún: «Por la regeneración pendiente de nuestra democracia». Eso sí, con matizaciones propias: «y que ganen los buenos», tal que en los tiempos de Roberto Alcázar y Pedrín. Ítem más: «Mostremos al mundo cómo se defiende la democracia», pongamos freno «a la política de la vergüenza que llevamos demasiado tiempo sufriendo». Y convocando a la calle, cuando se es incapaz de mantener la posición en el Parlamento.
Es muy triste. Y es muy triste no solo por el intento de volver a dar una nueva vuelta de tuerca a la particular manera de estrangular la democracia que tiene el presidente, sino también, y sobre todo, por lo vano y lo gratuito del intento. Como buen autócrata, Pedro Sánchez conoce el método franquista para apelar al fervor popular frente a los despropósitos de su propio Gobierno. Pero le falta la Plaza de Oriente. Su amenaza a lo De Gaulle de «o yo o el caos» o su soflama a lo Luis XIV de «el Estado soy yo» se han quedado en agua de borrajas. «Qué más da que la nada fuera nada / si más nada será, después de todo, / después de tanto todo para nada», que diría José Hierro. Y si ya antes su liderazgo era endeble, después de la «frivolidad» todavía lo es más. Excepto aquellos de los que depende del interfecto directamente su puesto de trabajo, ¿quién puede seguir considerando capaz de liderar un partido, una coalición, un país, a un personaje como éste?
No tiemblan, frente a lo que diga la oposición, ni la libertad de prensa ni la autonomía de los jueces. Y no por las intenciones del caudillito, que no han podido quedar más claras tras su retiro de opereta. Sino por la propia incapacidad del condotiero para conducirse a sí mismo y a los demás. Resquebrajaduras, por cierto, que empiezan a ser grietas según van pasando los días en la campaña catalana. Una nueva realidad que sin duda obligará, con independencia del resultado del 12M, a reformular de nuevo un gobierno sin base social y con el liderazgo reducido a cenizas.
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Debilidad, falsía, sarcasmo, frivolidad, inoperancia al cabo, que al final pagamos todos. Empezando por los más próximos, que una vez más se han quedado incapacitados para el relevo; siguiendo por los afines, que ya no saben a dónde mirar con la vergüenza, y terminando por la oposición, donde cada día el modelo Ayuso (tan autoritario, tan despreciativo, tan sanchista en su fondo y en su forma) se impone un poco más frente a cualquier otro modo de luchar contra el triunfo rampante de la demagogia. Baste ver, tras el 1M, la triste réplica del 2M. En una cuestión sí que estoy de acuerdo con el presidente: «¿Merecía la pena esto?». A la vista está que no.
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