P alestina se acerca a los diez mil muertos, pero en Europa parece que preocupan otras cosas. No diría yo que tanto la guerra nuestra, la de Ucrania, como las propias guerras intestinas de los gobiernos locales. Macron, por ejemplo, piensa ya en la evacuación ... del Elíseo, no se sabe si más cansado de los europeos o de los franceses, con sus chalecos amarillos de segunda generación. Meloni, por el contrario, se afana por dar un golpecito de estado a la segunda república italiana, avanzando una tercera donde los partidos pequeños no puedan destruir sistemáticamente la labor de los grandes. Y en España, Sánchez trabaja sin resuello por eso mismo, pero al revés: zarandea y zarandea el árbol de la Constitución, hasta que en lugar de caer manzanas caigan membrillos. Membrillos de invernadero para alimentar a gobiernos cada vez más febles y más vendidos al posibilismo de lo imposible.
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Mientras el ejército israelí cerca la ciudad de Gaza y el ruso hace guerra de trincheras en Ucrania, aquí los carros de combate gubernamentales se centran sobre todo en sitiar a los jueces, refugiados más que nunca en su torre de marfil. En obligarlos a que se rindan y se preparen para dar carta de constitucionalidad a aquello que no lo tiene ni lo podrá tener. Trescientos de ellos ya han dicho en la Cortes que no lo harán, caiga quien caiga.
Una situación, la del acoso y derribo de los tribunales de justicia en aras de la «voluntad popular» (¿no ha llegado a decir Bolaños que lo que el pueblo español ha votado en julio es que apliquemos una amnistía en noviembre?) que cada día recuerda más a las viejas repúblicas bananeras de Latinoamérica, tan españolas por otra parte. Los camaleones del autoritarismo vestidos de demócratas. Los grandes sacerdotes, que ofrecen un paraíso en forma de gobierno progresista a cambio de comulgar con ruedas de molino.
Siguiendo las enseñanzas del general Franco, desde los albores de nuestra democracia nos habíamos habituado a que tanto progresistas como conservadores cedieran siempre pedazos inmensos de la igualdad de los españoles en forma de prebendas para Cataluña o el País Vasco. Pero lo del general Sánchez va un paso más allá. «Ho tornarem a fer», le ha faltado decir a su acólito Salvador Illa para justificar lo que hace una semana le parecía injustificable. Con la misma cara de triste y de mentiroso resignado de los peores días de la pandemia.
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La palabra mentiroso tiene en castellano unos cuantos sinónimos. Desde mendaz hasta trolero, pasando por falaz, falso, trolero, cuentista o enredador. Pero en el caso de nuestro presidente en funciones, y de sus simpáticos corifeos, sin duda la palabra que mejor cuadra es la de embustero. En lo que el embuste tiene de «disfraz con artificio», que dice el diccionario. «Legitimidades», en vez de legalidad. O «diferentes concepciones de la soberanía», en lugar de igualdad de todos ante la ley. Por poner un par de ejemplos lingüísticos. Patrañas dialécticas que tienen soliviantados a los jueces, atados al mástil de la ley para no dejarse seducir por los cantos de sirena de los sofistas; por los disfraces y artificios de estos lobitos buenos que quieren ofrecer gratis a los corderos clases particulares de constitucionalismo a la carta. Llamas que a cualquiera nos quemarían la lengua, o las manos, pero que el mago y sus acólitos manejan con aplicación infinita.
Porque el embustero ha aprendido a disfrazar la verdad como nunca antes se había hecho en democracia. Y a torturar al lenguaje hasta conseguir que las cosas funcionen con independencia absoluta de lo que significan. En definitiva, a hablar del amor cuando lo único que pretende es el sexo. Sexo fácil de un país que se le entrega cada día un poco más, sin resistencia. Y por desgracia, también sin horizonte.
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