La cara, que es el espejo del alma, ha dejado mucho a la imaginación durante los últimos 700 días. Los gestos y las muecas se han borrado de nuestros rostros y han cedido al libre albedrío la interpretación facial cuando las palabras escaseaban, algo que ... a veces suele ocurrir y en ocasiones es recomendable. Los ojos han sido la cara más visible de una medida prolongada en el tiempo, pero que, no olvidemos, ha salvado muchas vidas. Lo dicen los epidemiólogos, a los que hay que seguir escuchando cuando escasea el sentido común. Así que bienvenida la retirada, aunque para muchos aún no es definitiva.

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Mi hijo mayor me ha contado que en el colegio el anuncio llegó a media mañana, en plena clase de inglés. Lejos de ser una liberación y de provocar una ola de lanzamiento de mascarillas, al estilo birrete, todos han optado por mantenerla bien sujeta y colocada sobre la boca, pero con la nariz descubierta, los más atrevidos. Esta opción es claramente ineficaz para la protección individual, pero muy sanadora para la mente. Es un paso previo a la cura definitiva del síndrome de la cara vacía.

Detesto los tutelajes de quienes toman decisiones a espaldas de los expertos. Nos conceden el privilegio, hoy sí, de decidir en qué espacios hay riesgo de contagio y en cuáles no. Lo único bueno es que, al menos, lo haremos mirándonos a las carillas.

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