Uno de mis mejores amigos trabaja desde hace décadas en una residencia de ancianos pública de esta comunidad, donde nunca faltan clientes. Cuando llegó la primera oleada de la pandemia sugirió a la Dirección comprar media docena de tabletas electrónicas para que los internos pudieran ... comunicarse con sus allegados conectándose a internet.

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Lo hizo, además, a los pocos días del confinamiento obligatorio al que nos sometieron a todos, por lo que la inversión en esos dispositivos ha sido rentable.

Gracias a aquella feliz iniciativa numerosos residentes pudieron ver, a través de dicho artilugio, a su familia y practicar juntos una terapia que sirvió para aminorar el dolor de la ausencia y alguna que otra depresión en asilados y parientes.

Con emoción me contaba cómo algunos abueletes acariciaban en la pantalla la cara de sus seres queridos como si estuvieran todos juntos en la misma habitación.

Cuando le pregunté ayer qué pensaban hacer con esas tabletas ahora que ya se permiten visitas reales, me dijo que aunque las mismas habían resultado ser de gran utilidad, el contacto físico tiene más poder de sanación que muchos de los tratamientos que suelen aplicarse allí dentro.

Escuchándole decir que cura más una caricia que dos tubos de pastillas de casi cualquier potingue, llegué a la conclusión de que a determinada edad matan más la soledad y la tristeza que los achaques propios de la vejez.

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