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Anda de revuelta la gente del campo en estos días de carnaval. Sus protestas en forma de cortes de carretera y tractoradas van del Norte al Sur. Por supuesto que les asisten muchas razones no solo frente al Gobierno, también frente a las multinacionales que ... les acogotan. Sus protestas son las protestas de todos porque la mayoría de los que vivimos en ciudades tenemos un abuelo labrador a la espalda y hemos asistido de cerca a este proceso creciente, primero de mecanización, luego de burocratización. Hasta para tener una docena de gallinas en el viejo corral exigen papeles, sellos y certificados.
Lo cierto es que estos campesinos son cada vez menos labradores. Se han convertido en meros productores. El productivismo prima sobre cualquier otra variable. Tantas hectáreas, tantas toneladas de grano. Y el que dice grano, dice repollos, zanahorias o cochinos. Salvo excepciones, se podría decir que el viejo campesinado con su cultura ancestral se lleva extinguiendo desde hace mucho tiempo. Solo hay que comparar al abuelo nacido en los primeros años del siglo XX con el hijo o con el nieto que se quedaron en el pueblo para ver a las claras del alba que la burocracia y el productivismo han acabado con ellos. Ahora viven atrapados por una maraña de multinacionales de maquinarias, semillas y herbicidas que les han convertido en correa de trasmisión de un sistema que les atenaza y que, si se tuercen las cosechas, le pueden arrastrar a la ruina.
Gracias a ellos llegan cada día el pan y la carne a nuestra mesa. Y la España vacía está menos vacía. Aunque en ocasiones el pan y la carne tengan un regusto a plástico. Las multinacionales se ocupan de desvirtuar los alimentos.
Y es que acaso todos somos víctimas de las mismas multinacionales. Pero también de nuestra desidia y de nuestro menosprecio hacia el abuelo que sabía los refranes y que miraba el cielo para adivinar el tiempo. La televisión se convirtió en el nuevo oráculo y el modelo de vida urbano pasó a ser el único modelo de vida.
Por suerte no todo está perdido. Tampoco los viejos caminos han sido borrados del todo. Ni el refranero como fuente de sabiduría. Ni el amor al trabajo y a la vieja cultura campesina que nos ha brindado valores y conocimientos que van más allá de las protestas. Cervantes, Caro Baroja, Miguel Delibes o Joaquín Díaz han dejado constancia en sus obras de la deuda que tenemos con las viejas sociedades agrícolas. Ojalá que las justas reivindicaciones de estos días no den la espalda a aquellos abuelos y abuelas llenos de valores admirables que, sin saberlo, fueron ecologistas radicales con unas agujas de hacer punto o con unas simples podaderas en las manos.
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