A mediados de septiembre en un momento de locura, saqué la mochila, cogí un autocar desde Valladolid a Astorga, y sin pensarlo más empecé a seguir el Camino de Santiago.
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La primera impresión de mi odisea peatonal fue la señalización. Alguien, quizás un independentista ... rural, había borrado la palabra Castilla con pintura negra, dejando solo la palabra León. Así durante kilómetros hasta que, por encima de la palabra León, apareció el nombre Bierzo, escrito al estilo grafitero urbano. Luego, en Ponferrada, comí con una joven pareja del 'Bierzo Alt'o, que no debe ser confundido con 'Bierzo Bajo', explicó ella en un tono irónico y con una enorme sonrisa.
Como modo de transporte, andar es barato y ecológico, aunque un poco lento y bastante ruidoso. Si, ruidoso. No tanto como el vuelo de un avión o un largo trayecto en tren, pero las voces de los peregrinos hablando entre ellos son suficientes para despertar a los perros y hacerles ladrar cuando pasamos las casas de sus dueños. Es bueno charlar, y, en el Camino, todo el mundo lo hace.
Pronto descubrí que en realidad hay dos mundos paralelos allí, lo de los hispanoparlantes, que principalmente consiste en españoles, y algunos suramericanos, y los de fuera, los 'guiris' como yo. En este segundo grupo hay muchos alemanes, americanos, canadienses, daneses, franceses, húngaros, etcétera, y todos hablan en inglés. Con unas notables excepciones, cada banda pierde un poco por no hablar el idioma del otro. Los españoles por la incapacidad de comunicarse con tanta gente de culturas distintas, y los extranjeros por la misma razón. Con la posible excepción de Londres, no conozco otro lugar con tal mezcla de andaluces, castellanos, mallorquines, vascos...
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Como todos, cada día hice grandes amistades con nuevos mejores amigos. Subí la diabólica cuesta de O Cebreiro, quejándome amargamente y echando de menos la meseta pucelana, con dos parejas de Wigan, una comunidad de vikingos no tan lejos de Escocia, y bajé al otro lado con tres bomberos de Alicante. Muy en forma, estos últimos. Después de arreglar los problemas del mundo en una tertulia fascinante, me dejaban atrás, desapareciendo en una nube de polvo. Asombrosos.
No es fácil andar 250 kilómetros y hubo momentos en que pensé seriamente en llamar a un taxi. No lo hice por no tener un número de teléfono, y por fin llegué a la famosa catedral a tiempo para la misa. Al regresar a casa me di cuenta de que tenía morriña. La cosa engancha.
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