Y de repente, otra vez, la calima, que andaba agazapada a la puerta del baile, que dirían Manolo García y Quimi Portet. El polvo del Sáhara, que tantas mangueras ha sacado este año, que vuelve, por otoño: después de haber dejado naranjas las cresterías más ... altas de la Montaña Palentina. Ya no quedan glaciares, ya no quedan montes. Hay superpoblación de osos en Villablino y veo, con documentación exhaustiva, que el valle glaciar más al sur de Europa daba en la casa de madre. En cuesta, allá en Málaga. Tiene narices, o estudios sesudos de Ciencia. Quién sabe.

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Pero la calima, y volvemos al asunto, es algo que el canario tiene interiorizado, como la hora de menos y que los de antes de la LOGSE lo sitúen debajo de Las Canarias y cerca de Japón por el precio de las radios y los relojes. La calima, a mi primo Gerardo, le puso el patio lleno de un color que parecía aquello Tombuctú. Mi hermana, esta sí consanguínea, se casó un día en que llovió calima. Y yo, cuando la primera 'calimera', creí que Putin nos había mandado un algo. Después mi perro Lupo ladró, fuese y no hubo nada.

La calima es el cacao expreso que se queda en los labios y que nos recuerda que los tuaregs van, en su geografía vital, como el que va de Burgos a Murcia en un viaje corto. Y no les pasa nada; acaso la mirada vacía y llena y una boca que nunca veremos.

Somos África. Y el Meteosat lo dice cada poco. Los ciervos cogerán el autobús y el Conde Ansúrez parecerá el descubridor de las fuentes del Orinoco. He dicho y lo sostengo. Ni yo ni el hombre es culpable del cambio climático. Pero existir, existe.

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