El otro día entré en un bar portugués y se hizo el silencio. Parecía la escena de un western: los clientes callaron y me miraron con curiosidad, intentando adivinar mis intenciones. Yo también callé y los miré sin pestañear. En Arizona, la incógnita hubiera sido ... quién desenfundaba primero, pero aquello era la Beira Interior, el bar no se llamaba 'OK Saloon', sino 'O Javalí', y en vez de forajidos bebiendo güisquis de un trago, había campesinos tomando café a sorbitos cortos, que no dejaron de mirarme en silencio hasta que pedí un agua mineral, el acento me delató, quedó claro que era un forastero sin peligro y pasaron de mí. Sin alzar la voz, retomaron la conversación, que versaba sobre la calidad del aceite del año, y se aplicaron en una destreza muy portuguesa que define ese país: cómo beber un dedo de café en diez sorbos.

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Quienes vivimos en provincias rayanas tenemos la ventaja de estar a un paso del silencio y de la calma. Si nos hartamos del fragor político, la campaña sin tregua, la violencia verbal y la convivencia enrarecida, recorremos unos kilómetros, cambiamos de país y recuperamos el sosiego. En Portugal, hasta la política, últimamente muy intensa allí, se hace en voz baja y detestan a quienes vociferan o tensan las conversaciones. En el barrio lisboeta de Alfama, cuelgan en Semana Santa carteles con un ruego y una disyuntiva: «Turistas, hablen bajo o vuélvanse a España».

En la política española, el café se toma de un sorbo, los debates se entablan a voces y hemos perdido la calma. La utopía política, hoy, se llama sosiego y se sustancia en los 1.292 kilómetros de la frontera más antigua, más larga, más despoblada y más silenciosa de Europa.

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