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Estoy bastante orgulloso, la verdad. Tenía toda la pinta de que el Café del Norte y el Lion D'Or acabarían convertidos en McDonald's, en Burguer Kings o, mucho peor, en sedes de Biki. Pero no, finalmente van a ser empresarios de hostelería vallisoletanos los que se hagan con las riendas de sendos locales para renovarlos prometiendo conservar –según he leído y me han contado–, el espíritu de los negocios y extremando el respeto no solo a lo que representan sino también a las familias que los han regentado hasta ahora. En el caso del Lion D'Or no los conozco personalmente, pero en el caso del Café del Norte sí. La familia Castro Sinde ha sido la propietaria del Café del Norte, establecimiento que hunde su historia en el año 1861, se dice pronto. No sé cuántas familias pueden decir que tienen un negocio con 163 años de trayectoria, pero, desde luego, es para estar orgullosos. Aunque empiezo a pensar que, en Valladolid, si quieres hacer algo verdaderamente duradero conviene que lo llames 'El Norte'. Porque este diario cumple 170 años en 2024. Vamos, que tampoco le ha ido mal. Y, de algún modo, creo que el Café y el periódico han llevado vidas paralelas, simétricas, como antiguos amantes que se sonríen en silencio cuando se cruzan por la calle.
Ha pasado tanto tiempo entre su fundación y la actualidad como entre 1698 y su fundación. Vamos, que el Café del Norte casi equidista entre usted y Calderón de la Barca. Por poner 163 años en su contexto, cuando nace Unamuno, el Café del Norte ya tenía tres años. Cuando llega la Primera República, 12. Cuando nace Machado, 14. Cuando se funda el PSOE, tenía 18. Cuando se pierde Cuba, 37. En la Primera Guerra Mundial tenía 53 años y en la Segunda 78. Cuando se funda el Real Valladolid tenía ya 67 años. Ha visto pasar a 75 presidentes del Gobierno, a 5 reyes, a 12 papas y a más de 60 alcaldes. No es que haya puesto cafés a Delibes, a Chacel, a Guillén y a Umbral, es que, cuando muere José Zorrilla, el Café del Norte ya era un madurito de 32 años. Precisamente ayer comía en Madrid con Luis Alberto de Cuenca y con Alicia Mariño, que me recordaron que no solo es que por allí pasara habitualmente Zorrilla, sino que directamente era en el Café del Norte donde tuvo su sede el famoso 'Pisto Club', la tertulia de la que formaba parte el poeta. Es historia. Y el Lion D'Or, a su manera, también. Es uno de los lugares más bonitos de Valladolid, con esa esencia decimonónica de los viejos cafés que, lamentablemente, también se están perdiendo.
Los traspasos de ambos negocios se producen más o menos a la vez. No tengo ni idea de si será o no por casualidad, pero, en cualquier caso, es para estar contentos. Porque en Valladolid no hemos tenido nunca demasiada consciencia de la responsabilidad que tenemos como comunidad. De alguna manera damos por hecho que tienen que ser 'otros' los que nos arreglen las cosas, «que para eso están». Y por 'otros' me refiero a un ente indeterminado formado por el resto de personas, de administraciones públicas, de empresas, ONGs, la Iglesia y, por abreviar, todo el que pase por ahí excepto nosotros, que estamos exentos de ponernos manos a la obra y tomar las riendas de nada, vaya usted a saber por qué extraño designio. Somos un pueblo abúlico y con escasa iniciativa, no solo empresarial y política sino también social. Yo creo que esto viene dado por la historia y la genética, por el individualismo feroz de un pueblo de personas libres que repueblan un valle sin conciencia de personalidad colectiva. Aquí cada uno va a lo suyo y cumple con lo común solo en lo obligatorio, sin dar un paso más de lo imprescindible. En este sentido, he dicho en varias ocasiones que cualquier barrio de España al que le hubieran colocado un simulacro de parque infantil como el que nos colocaron en San Andrés habría hecho una colecta entre los negocios y vecinos de la zona para mandar a la mierda a quien corresponda como primer paso. Y, como segundo, para montar algo digno para nuestros chavales. Pero aquí esa manera de pensar no funciona y, por eso, ahí se quedará el engendro hasta que dentro de algunas décadas un alcalde decida poner un tobogán y un columpio. Los vecinos no lo haremos. Es mucho lío. Creo que, como en otras ciudades, las empresas de la ciudad deberían colaborar con el club deportivo de su barrio, con la cofradía o con una asociación, en la medida de sus posibilidades. Es inconcebible que nos desentendamos, por ejemplo, de la Semana Santa. Deberíamos colaborar, cada uno como pueda. Nos quejamos, pero, llegado el momento, no asumimos responsabilidades, exactamente igual que con el Real Valladolid. Por eso es tan buena noticia que sean empresarios vallisoletanos los que vayan a coger las riendas de esos negocios. Y que además hayan decidido conservar un legado que, además de a sus propietarios, ya pertenece a la ciudad. Hay que tener mucha clase, mucha elegancia y una gran estructura interna como persona para entender que no puedes hacer lo que te dé la gana solo por el hecho de que estés legamente capacitado para hacerlo; que hay cosas que te superan, que hay intangibles más grandes que tú y que tu papel a veces solo es mantener lo que te ha sido dado, mejorarlo, adecuarlo a los tiempos y pasar el relevo en las mejores condiciones posibles a los que vengan detrás.
Hay que estar contentos. Aunque no me sé los pormenores, los nuevos responsables de ambos negocios tienen planes respetuosos y, sobre todo, conocen la ciudad. No hay que explicarles de qué va esto. Muchos dirán que da igual, que solo son dos negocios más. Y no estoy de acuerdo. Llega un momento en la trayectoria de algunas empresas en las que dejan de ser sociedades limitadas y abstracciones administrativas para convertirse en lugares llenos de recuerdos, de sentimientos y de afectos para muchas generaciones. Además, ocupan un lugar simbólico en el imaginario colectivo. Y no solo ahí, ya que, en estos casos, ocupan además lugares simbólicos de la ciudad. La Plaza Mayor es el corazón de la ciudad. No tengo nada contra las franquicias, pero ceder tu corazón por completo a lo impersonal nos sitúa dentro de lo indiferenciado. Por eso hay que estar orgullosos de los nuestros. Con un poco de suerte, por una vez no solo estaremos orgullosos de lo que fuimos sino, también, de lo que vamos a seguir siendo. Tomemos nota.
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Sara I. Belled y Leticia Aróstegui
Doménico Chiappe | Madrid
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