Seamos francos: ustedes también envidian el café del funcionario. Os duele en lo más profundo de las entrañas y se os indigesta, como los callos picantitos y el vino con gaseosa del Eduardo, el conserje. Os provoca ardor de estómago y gastritis crónica, sin más ... cura que la sobredosis de omeprazol y pantoprazol de cuarenta que os receta la santa y corrupta médica de cabecera. (Perdonadla, ella no tiene la culpa). Conozco a jóvenes, medianamente válidos y competentes y hasta trabajadores e inteligentes, que opositan por y para el café del funcionario. «¡Una vergüenza!», me dice una que estudió lo mismo que yo en la misma Universidad que yo y que trabaja 12 horas al día por 1400 euros en una big four (para los que seáis de provincias como yo y no estéis al corriente de la polémica, una big four es un parásito gigante de nombre o sigla ininteligible que se alimenta de carne universitaria fresca). Da igual dónde, cuándo y cómo, lo importante es ser funcionario, como el Tío Mariano que es veterinario en la Junta, la hija soltera (y entera) de la Mari Carmen de Candilichera que se tiró 12 años para ser jueza o el Paco, el hermano del Emiliano, que es Inspector de Hacienda en Madrid y se ha hecho un palacete en Mezquetillas. A la boda de su hija fue la excelentísima señora Doña Esperanza Aguirre. En coche oficial. El Paco tiene contactos, para cualquier cosa hablad con él.
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En provincias, hay dos tipos de personas: los funcionarios y los que tienen familiares funcionarios. Hay una inercia gravitacional, general en toda España pero aún más acentuada e hipertrofiada en pueblos y ciudades pequeñas, que te lleva a ser funcionario o empleado público, de cualquier rango. Tanto tiempo al filo de la miseria y siendo siervos del campo tiene su precio. Antes se llevaba lo de ser ferroviario, empleado de Correos, de la Telefónica o de la banca (los hay que así han llegado a directores y presidentes, como el botones que vendió la hipoteca a mis padres), pero eso ya no se estila tanto. Escribo con conocimiento de causa; soy una de esas víctimas penitentes que para «labrarse el futuro» (ahora labramos futuros en vez de terruños) pasa una decena de horas al día frente a un cerro de apuntes subrayados y muy sobados. ¿Qué se creían? ¿Qué el hijo de la Mari Fe y el Javi que estudió en Madrid el doble grado de Derecho y ADE (les salió caro) iba a ser emprendedor, CEO o abogao´? No, el David es medianamente listo y vale para funcionario; para secretario o interventor, que a él le gustan mucho los pueblos. Pobres padres y pobre novia; lo último que se esperaban era que al David le diera ahora por escribir sus tonterías en Twitter y en El Norte de Castilla. Y, aún peor, que hubiera gente -no muchos- que le leyeran.
En Soria nos quejamos de olvido institucional, pero entre jubilados, parados, políticos, funcionarios y empleados de la PAC hacemos un ciento. Si se fueran todos de golpe, en estampida, nos quedábamos el empresario de los cerdos (el de los torreznos), el de los molinos, el de las patatas fritas, el Demetrio y yo, el opositor sempiterno. En provincias, decir político equivale a decir empleado público de libre y sucia designación, de sangre, como el Rey (y luego nos salen republicanos con el pin en la chaqueta y la bandera en el despacho). Mi abuela dice que por los menos el Rey es guapo. Querida abuela: siempre se van los mejores al cuerpo de la política. Es una verdadera lástima ver tantísimo talento innato desperdiciado, porque hubieran sido unos fabulosos cocineros, reponedores de supermercado, administrativos o soplagaitas enchufados. Así semos.
En un breve, pero intenso y gustoso periodo de tiempo pude disfrutar de un contrato público en un Ayuntamiento. Tuve que interrumpir forzosamente mi estancia en la tierra prometida por un inesperado acontecimiento: aprobé dos de los tres exámenes que se interponen entre mí y la plaza de interventor. Luego suspendí el último. Experimenté en mis lozanas carnes el frescor del oasis en medio del cruel desierto y me zambullí por un instante en las profecías bíblicas que el vecino y mis seres queridos me prometían. Subía y bajaba el Collado (la calle principal de Soria), saludaba a unos y a otros (siempre los mismos), tenía un sueldo muy digno y a veces hasta iba a comprar el pan, el periódico o la compra. Algún político se dignaba a pasar por mi despacho e hice un par de buenas amigas de sesenta años. Cumplía mi horario a rajatabla, pero con el paso del tiempo se me fue pegando a las carnes, por osmosis contaminante, un nosequé de pasividad mojada y de conformidad floja, como de manga ancha. Adquirí el deje y la prestancia del funcionario y de eso todavía me estoy recuperando; lo admito, entre estudio y estudio, de vez en cuando, me tomo un café y un torreznillo en el Ventorro. Lo estoy dejando.
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Los funcionarios hace mucho tiempo que inventaron el teletrabajo. El Robertito, que estudió para profesor pero trabaja puteado vendiendo informes de solvencia a empresas en quiebra, dice que a los funcionarios se les reconoce por los andares: andares lentos, seguros y anchos, a medio camino entre una vaca lechera y un jubilado de 80 años. Son un poco como la vieja con paraguas que los días de lluvia nunca se aparta. He conocido a muchos que, en ese agujero o sumidero negro que es el almuerzo, tomaban café y pincho, compraban el pan (de pueblo), iban a casa a cagar, se tumbaban a la bartola a ver Ana Rosa, iban a cuidar a su padre enfermo y, al cabo de un rato, volvían a su puesto de trabajo a continuar con su extenuante jornada laboral. Todo eso en los 30 minutos que dicta el convenio laboral y a veces les sobraba tiempo. El empleado público, el vocacional de verdad, espera a jubilarse para trabajar: una parcelita en el pueblo, un huertito, unas gallinas, unas maquetas de barcos, unos libros y poco más. Cuando tengo crisis de motivación funcionarial, pienso en ellos: en el café de la mañana, la tarde libre y … ¡la excedencia! ¡La posibilidad de trabajar como una persona normal en lo que verdaderamente me gusta! Debe ser verdaderamente fascinante.
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