Ronaldo Nazário cree que toda la afición del Real Valladolid debería estar enfadada por el descenso. El disgusto mide los valores de la pérdida y del propósito; la contrición analiza los factores del fracaso, aunque apenas aproveche a estas alturas. Es la diferencia entre una ... disección y una vivisección, que hubiera supuesto abrir en canal a la rana mientras vivía; un método de aprendizaje cruel que Ronaldo no estuvo dispuesto a practicar. Ha demostrado que compró el club de fútbol con un fin y que no traicionará sus principios para conseguirlo. Aun así, Sergio González está fuera –a pesar de su contrato, y de los principios de Ronaldo– porque durante su última guardia se ha evaporado todo el entusiasmo acumulado en las anteriores.
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«La ilusión de la gente es nuestro único contrato», reconoce el director deportivo ficticio que paraliza la carrera de un jugador de fútbol en la novela de David Trueba 'Saber perder'. Y precisamente eso, saber perder con dignidad, pasa por haber querido ganar; por reconocer que cuantos adversarios hubo contra nosotros lo hicieron mejor. Sin embargo, y sobre todo, convendría reconocer también que han contado con la suerte de su parte, que un par de instantes azarosos hubieran convertido todo este desastre anunciado –según la autopsia de la derrota que se practica estos días, una vez abierta la veda del culpable– en una temporada anecdóticamente 'complicada'.
No debiera ser así. La suerte, en contra de lo defendido por la infalibilidad productivista que se alimenta de imputaciones, es un ingrediente imprescindible. Hay que tener suerte en este mundo desde el primero hasta el último día de nuestras vidas; suerte de llegar a él y de medrar, de evitar un atropello y una enfermedad, de sortear todas y cada una de las desgracias que pespuntean este inmenso terrario repleto de criaturas. Y superada la fatalidad, llegados al submundo de las relaciones humanas, hay que disfrutar a su vez de la suerte necesaria para comer todos los días y acceder a una paz y a una seguridad que –a nuestro pesar– no son ni universales, ni gratuitas, ni baratas. También suerte de ser queridos, criados, atendidos y respetados. Para aprovechar alguna oportunidad, llegado el momento, es imperativa la suerte de recibirla. De suerte hablamos cuando nos arropa la cuna, el talento o una herencia patrimonial como de suerte hablamos con todos y cada uno de los detalles de nuestra vida; tanto y tan a menudo que resulta grotesco olvidarla cuando se nos priva de ella. A la culpa por perder solo se opone la suerte de ganar.
Acaso el equipo de fútbol de nuestra ciudad ha descendido por una sencilla cuestión de mala suerte, pero nadie admitirá algo así en público. Ni siquiera los actores directos de la derrota serán capaces de cobijarse bajo ella. Antes se darán dignos y severos golpes en el pecho para asumir la responsabilidad del fracaso. La tierra está repleta de cabezas hincadas en picas y a menudo pueden distinguirse los mismos rostros en la primera fila de las arengas que las condenaron y en la de los loores multitudinarios que antes las coronaron con laureles.
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En cualquier caso, aceptar la derrota es trascender. Caerse con todo el equipo ilumina, como acabó ocurriéndole a aquel Quijote vapuleado en la playa de Barcelona para pasar de loco a sabio, de caricatura a efigie, de aprendiz a maestro, de figura triste para la pendencia en libros apócrifos como el de Avellaneda a perfil universal en poemas como el de León Felipe. En un universo paralelo acaso transite un Real Valladolid que logró la permanencia gracias a la compañía de un par de golpes de buena suerte esparcidos por la temporada, pero sin la lucidez que hoy se le brinda a ras de suelo.
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