En Saint Paul, Minnesota, le derribaron. En Richmond, Virginia, le arrastraron, le prendieron fuego y le arrojaron al estanque. En Boston, Massachusetts, le han cortado la cabeza. Cristóbal Colón representa el genocidio de los pueblos indígenas, gritaban los manifestantes, iracundos, en una nueva mutación ... del virus de la protesta contra el caso Floyd. De las rodillas en tierra a los puños en alto. Las sogas y las antorchas. Los signos del Ku Klux Clan vueltos del revés. Todo un símbolo.
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Tal vez haya que empezar a pensar en proteger la estatua de Benlliure, frente al Casón del Buen Retiro, que representa a María Cristina de Borbón, propietaria de uno de los mayores ingenios azucareros de su tiempo, mantenido con esclavos negros. O a velar por cualquiera de las representaciones en plazas y museos de la Commonwealth de los reyes de Inglaterra. O a vigilar que nadie borre de las obras de Aristóteles esos párrafos en los que considera la esclavitud imprescindible para el buen gobierno de la polis griega. Por menos mutiló Lorenzo de Médicis a todas las estatuas de emperadores romanos que decoraban el Arco de Constantino. No dijo si por esclavistas o si por genocidas. Pero las decapitó.
«El derecho no tiene sexo, la verdad no es de color», decía Frederick Douglass, uno de los grandes símbolos de la lucha contra el racismo y la esclavitud en el siglo XIX. Pero ni el derecho ni la verdad pasan actualmente por su mejor momento. Así que a nadie le puede extrañar a estas alturas que en los Estados Unidos de América brutalidad policial y racismo se identifiquen como las dos caras de una misma moneda. Y de ahí a extender el lote al colonialismo, apenas hay un paso. Alimento espiritual para los que creen que derribar estatuas es derribar prejuicios. Y gasolina a la postre para los que siempre terminan justificando la represión con más represión.
Y frente al entusiasmo, sin embargo, ya hay quien al conocer los antecedentes violentos del propio Floyd, que ahora estaba en pleno proceso de rehabilitación, ha sugerido retirar su rostro, como el de Colón, de la primera línea de los carteles de la revuelta. El que esté libre de culpa que tire la primera piedra, que es la única respuesta posible ante quienes se empeñan en apedrear a la mujer adúltera.
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El caso es que de la revisión de la llave asesina en el protocolo policial se ha pasado casi sin solución de continuidad a la revisión de la Historia. Y que este nuevo incendio mundial ha sido el único suceso capaz de desviar nuestra atención, por unos instantes, de las cifras de fallecidos a causa de la pandemia mundial. Y de las cifras de los parados en consecuencia. Una cabeza de turco, la de Colón, tremendamente útil para todos.
También lo dijo Douglas, que un día fue esclavo y más tarde se convirtió en uno de los más grandes oradores de su tiempo: «Es más fácil construir niños fuertes que arreglar hombres rotos». Hoy, de nuevo sus palabras dan en el clavo sobre lo imprescindible. Arreglar hombres rotos, sin duda. Pero sobre todo construir niños fuertes. Fuertes y capaces de identificar cuáles son las estatuas a las que de verdad hay que cortarles la cabeza.
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