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Hasta que un tiovivo no se pone en funcionamiento, algo falta de Humanidad. Ya lo escribió el bueno de Antonio Machado en uno de esos momentos en que se olvidó un tantito de la melancolía y se dejó llevar llevar «por la alegría de dar ... vueltas, en un corcel colorado, en una noche de fiesta». Eso es todo y en ese verso está todo. Y la Feria, que con las restricciones y los protocolos que exigen los nuevos tiempos, se abrirá. Porque de una feria vienen otras, y el sector, ya sí que sí, no aguanta más otro año de infierno.
La Feria, cualquier feria, es la felicidad recuperada por la Ciencia, en parte, y por el Hombre/Niño, que no puede tolerar en lo más profundo de su ser que algo microscópico, con toda la pedagogía con la que se quiera explicar, acabe con esas noches de dicha que son siempre el amable colofón al verano.
Ya me avisó el Dioni de Camela, cuyos temas resuenan en los bafles de los cacharritos, que si no se cuida al feriante toda una forma de vida -eminentemente nuestra- puede desaparecer. Y por eso, el renacer de la Feria trae siempre esa dosis, siquiera mínima, de confianza en el futuro. De que Valladolid, España y el mundo van a estar ahí, en el esfuerzo verdadero de la verdadera normalidad (que nunca es nueva o vieja). Para que los niños, aun con mascarilla, olviden la guerra que han vivido y ese largo tiempo que se les privó de las cosas más suyas.
En ese esfuerzo vamos muchos. Y por ahí sí que empieza la reconstrucción, la de verdad. La de las familias que van de Finisterre a Melilla llevando olor a velocidad, a grasa industrial y a algodón de azúcar. Quizá nuestros primeros héroes, y los que más alejados han andado de los focos en toda esta tragedia.
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