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Una de las grandes aportaciones de la literatura española a la cultura universal es la picaresca. El pícaro barroco era un tipo de bajo rango, contrapunto tragicómico del caballero, que trataba de sobrevivir sin dar palo al agua usando su ingenio y embaucando a los ... incautos con sus artimañas.
Hogaño, en plena murga electoral a cuenta de Madrid, ya podemos exportar el espécimen de pícaro contemporáneo. Desde luego, abundan en política, pero la palma se la lleva el camarada Iglesias, don Pablo.
Este ángel custodio de las esencias de la izquierda, filibustero de piquete, autoinvestido macho alfa de Podemos y fogueado en las asambleas de facultad y en las cochiqueras de las tertulias es, sin duda, fiel espejo de nuestra mejor tradición picaresca.
Comenzó en política con una mano detrás y otra delante, despotricando contra los privilegios de la casta y va camino, burla burlando, de hacer fortuna a la sopa boba del erario público como agitador antisistema, tribuno de la plebe y, paradojas de la vida, icono de la clase obrera.
Ya advertía Quevedo que nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir. Iba a asaltar los cielos sin dejar el barrio y a luchar a brazo partido para erradicar las prebendas y regalías del poder. Ahora causa sonrojo repasar las promesas con las que este astuto trilero se ha labrado su porvenir y el cinismo fariseo de su particular código ético. El pícaro era así, pero al menos, antes, tenía mala conciencia.
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