«Conocerlo se convirtió en una especie de obsesión. Llamé a la Academia del Vino y una chica me informó de que no tenían comunicación con él desde hacía varios años»
pablo Merino
Sábado, 28 de noviembre 2020
Ángel está bien orgulloso de haber sido más de diez veces el presidente de su comunidad de vecinos. En una de sus legislaturas pusieron el ascensor en entreplanta. Lo recuerda como uno de sus mayores hitos. Tiene la memoria floja y está harto teniente, pero es mi particular oráculo en este tramo de la calle de Las Moradas. Está muy disgustado con los inquilinos que metí el año pasado porque se filtra agua al trastero colindante, que es el suyo.
Aun así me vuelve a contar toda la historia del bloque: la del cuarto lo compró al padre Soriano, un jesuita, y al año de comprar se murió en Francia, el del segundo vive en Guardo y solo viene en Semana Santa porque es muy devoto de San Antonio de Padua y de la Santa Cruz Desnuda y los del quinto, unos sudamericanos, se marcharon repentinamente después de un par de visitas de la policía.
No se atreve a decirlo porque es un hombre muy educado, Ángel, pero dos portales más allá recuerda que quedó vacío el bajo de alguien que «era algo de los vinos» y que «tenía un amigo misionero». Cuando estoy a punto de subir las escaleras que me separan de una de las chapuzas técnicas más populares de La Rondilla, el ascensor entreplanta, Ángel suelta un nombre de esos que no se olvidan: Benigno Polo. Le regalo unos bolígrafos y me marcho a la oficina. Tengo una corazonada.
El de los vinos no era un cualquiera. Benigno había escrito preciosas crónicas taurinas en los años 90 para El País. Qué cosas tan bonitas escribía de Juan Mora, Enrique Ponce o de Pablo Hermoso de Mendoza en tardes de gloria en el coso castellano. Pero si por algo ha sido conocido Benigno es por poner en los labios de Juan Pablo II unas gotas de nuestras mejores cepas. Como presidente de la Academia del Vino logró que en la noche de Navidad de 2004 en la Santa Sede se bebiese Sobreño, Vega Saúco y Alquiriz. Polo se convirtió en proveedor oficial de vinos del Patrimonio de San Pedro. El propietario de un bajo interior de La Rondilla decidía qué bodegas tenían el privilegio de llevar el escudo papal en sus botellas, el propietario de un bajo interior de La Rondilla decidía con qué caldo cenaría el patriarca de la cristiandad occidental.
Conocerlo se convirtió en una especie de obsesión. Llamé a la Academia del Vino y una chica muy amable me informó de que no tenían ningún tipo de comunicación con Benigno desde hacía varios años. Saltándome los códigos deontológicos de mi profesión, cosa que suele ocurrir tres o cuatro veces al día, me dispuse a violar cualquier ley de protección de datos y acercarme al mayordomo de palacio que durante años había velado por el maridaje perfecto de los almuerzos del pontífice polaco. Disfrazado de periodista de un digital zamorano probé suerte en el Arzobispado y la encontré. Me pusieron en comunicación directa con su mejor amigo, el misionero del que me habló Ángel.
Alfredo, que era un hombre de lo más simpático, me quitó la idea de la cabeza. Vender su piso se había convertido en algo completamente secundario. Según me informó su misionero amigo, en apenas una década, el que llegó a ser íntimo de Juan Pablo II cambió sus viajes a Roma por caminatas vespertinas por el Paseo Zorrilla y sustituyó los banquetes tras las catas por alimentos básicos de la caridad diocesana. Polo nunca tuvo teléfono y contactar con él debía ser fruto de un encuentro fortuito. Otra baza caída para mejorar el facturado.
Dos meses después no había olvidado el sonoro nombre de Benigno Polo. Un sábado a mediodía, mientras esperaba en el coche a mi amigo Gustavo para ver un partido amistoso del Real Valladolid con una racioncita de oreja, un número que no tenía guardado interrumpía el último éxito de Omar Montes. Alfredo me saludaba muy contento, a su lado tenía al mismísimo Benigno Polo Rodríguez. Como una estrella olvidada de la pequeña pantalla, Benigno estaba deseoso de que tras muchos años alguien le entrevistase.
Un viernes bien soleado quedamos en el Lion D'Or a la hora de almorzar. Me gustan las cafeterías con nombres decimonónicos. Seguro que Benigno también elegía los Astoria, Continental, Charolés o San Gotardo cuando viajaba por Europa. La terraza del Lion D'Or lucía blanca, como me imagino las terrazas caras de las ciudades protestantes. En la mesa que hace de frontera con las de La Banque estaba el Concejal de Urbanismo tomando una caña de cerveza. Entré al café y comprobé que solamente había una peruana charlando divertidamente con el camarero. Le gusta hacerse de rogar, a Benigno. Como a las estrellas de verdad. Pedí un cortado y revisé la estrategia a seguir para sacar a la palestra su bajo interior de la calle de Las Moradas.
Mordisqueaba nervioso la pastita de té que acompañaba mi cortado. Pasaban veinte minutos sobre las doce y solo entraban trabajadores de cuello blanco con sus clientes. Un sol de mil demonios impactaba sobre mi cogote y decidí llamar a mi nexo con Benigno. Alfredo me indicaba que Benigno siempre viste con boina y que aunque se apuntó nuestra cita en un papel, seguramente se le habría olvidado. Yo solo quería conocer al fámulo del hombre cuyas estampitas protegían las carteras de mano de mi familia, pero en esa terraza blanca nadie cubría su cabeza con una boina.
A la semana siguiente pasé por su bajo esperando que el timbre no sonase, pero tras la puerta salió una mujer rechoncha, viuda de un tal Juan que compró el piso a un tal Polo del que seguían llegando cartas. Nunca me importó tanto dejar de vender un piso.
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