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La historia compartida del Reino Unido y la Unión Europea, casi medio siglo de un largo viaje por caminos siempre bifurcados, ha resultado ser un permanente purgatorio de los ideales europeístas que debían redimir al viejo continente y a sus ciudadanos del infierno sufrido en ... una guerra atroz. Dejó el primer aviso en mayo de 1963 el presidente Charles de Gaulle, con su voz atiplada, para advertir a los otros cinco socios fundadores de la recién nacida Comunidad Económica Europea del caballo de Troya con el que los británicos intentaban camuflarse en el continente: «Se trata de saber si el propósito del Reino Unido es aceptable en el marco de las condiciones del Mercado Común Europeo, pues puede introducir en él alteraciones destructoras». Dos años llevaba el gobierno del primer ministro conservador Harold Macmillan llamando a la puerta de Bruselas, pero el general francés, que había soportado mil y una imposturas y desaires ingleses en Londres durante la II Guerra Mundial, sacó la vara de medir los intereses imperiales británicos y mantuvo su veto al Reino Unido, hasta que su mandato pereció decapitado por los revolucionarios parisinos de 1968.
Eran aquellos tiempos de ajustes tras la catástrofe de la II Guerra Mundial y la alarma de la guerra fría. El general De Gaulle nunca creyó en la voluntad de los británicos para colaborar, empecinados en lucir su falso poderío económico tras el estandarte caducado de su Commonwealth.
El éxito de la CEE, el estancamiento de la economía inglesa y la debilidad creciente de la libra mantuvieron el pretendido entusiasmo de los gobiernos de Londres por llevar a cabo su desembarco y su colaboración con los prósperos socios de Bruselas. Acosado por la crisis de su economía y los reveses en sus feudos de la época colonial, el imperio se rendía sin dar muestra alguna de su fidelidad futura, y el día primero de enero de 1973, dos años después de la muerte del general De Gaulle, la CEE abrió la puerta al Reino Unido compartiendo su liderazgo político con Francia y sin abjurar jamás de su predilección geopolítica y estratégica con los Estados Unido de América. En un entusiasta referéndum, los británicos llegaron a certificar su voluntad europeísta compartida por más de dos tercios del electorado.
Nunca llegó el Reino Unido a ser un socio cabal de la Unión Europea, porque las excepciones de su estado legal en ella se reiteraron una y otra vez. He aquí el memorial de agravios que la Unión Europea puede mostrar hoy, en la hora de la despedida inglesa, tras 46 años de una convivencia nunca apacible y siempre tambaleante a causa de las inagotables exigencias británicas:
Julio de 1978. Se crea el Sistema Monetario Europeo (SME). Gran Bretaña rechaza formar parte de ese mecanismo que facilitaba la cooperación financiera y la estabilidad monetaria en la Unión Europea.
Agosto de 1984. Con el talante de mercader de zoco y estilo de sainete en sus reivindicaciones («yo he venido aquí a cobrar mi cheque»), la primera ministra conservadora Margaret Thatcher logró el llamado 'cheque británico'. Ese favor otorgado al Reino Unido le devolvía una parte de sus aportaciones. Nunca los británicos aceptaron la menor solidaridad con los países más pobres de la UE.
7 de febrero de 1992. Los doce países miembros de la UE en esa fecha firmaron el Tratado de Maastricht, la Unión Económica y Monetaria. El Reino Unido exigió la aplicación de una cláusula de exención que le permitió quedarse fuera del euro.
26 de marzo de 1995. Entra en vigor el tratado de Schengen, que suprime las fronteras terrestres entre los países miembros. El Reino Unido e Irlanda rechazan adscribirse.
1 de enero de 2002. Entra en circulación el euro en 12 de los 15 países miembros. El Reino Unido, también Suecia y Dinamarca, rechazó la moneda común en defensa de su sacrosanta libra esterlina, cuyo simbolismo traspasa el sentimiento de singularidad de la mayoría de los ingleses.
Diciembre de 2011. El Reino Unido fue el único país que se opuso al pacto europeo firmado por los otros 27 miembros para reforzar la disciplina fiscal y atajar la crisis económica.
2 de marzo de 2012. Todos los países de la UE, menos el Reino Unido y la República Checa, firmaron el Tratado para la Estabilidad, la Coordinación y la Gobernanza en la Unión Económica y Monetaria, que sella su compromiso de disciplina presupuestaria.
20 de febrero de 2016. El primer ministro David Cameron anuncia la convocatoria de un plebiscito para decidir si el Reino Unido debe permanecer o salir de la UE.
Queda patente en esa lista de excepciones y reclamos que el Reino Unido puso en práctica una estrategia de permanente acoso a las instituciones europeas desde su ingreso, mientras la UE llevaba a cabo ocho ampliaciones del número de sus miembros. Nunca hasta ahora ninguno de ellos ha abandonado el club europeo.
Desde el momento de su ingreso, Gran Bretaña ha puesto en escena la parodia de su permanencia siempre a plazos, la rémora insoportable de medio siglo que hoy aprueban el resto de los socios y algunos, como Francia, exigen su aplicación inmediata. Con acuerdo o sin él, el Reino Unido ha dejado de formar parte de la Unión Europea hace tiempo. Hoy el acuerdo imposible sobre algunos asuntos pendientes, como el del respeto a las condiciones de ruptura que pueden azuzar la violencia en Irlanda del Norte, son solo responsabilidad del Gobierno de Londres.
El enredo político del arrogante primer ministro, Boris Johnson, alcanzará este lunes el colmo de su pantomima cuando lance otra vez sus dados sobre la mesa de la Camara de los Comunes: prórroga o elecciones. Ni él sabe cuál será su última jugada. El Reino Unido ha perdido la partida que anunciara el general De Gaulle hace sesenta años: los británicos, ansiosos por imponer a los otros europeos sus intereses, nunca se amoldaron ni fueran fieles a las instituciones europeas. Y sigue la parodia inglesa.
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