Aunque siempre hubo trabajos temporales me cuesta asimilar que hay individuos que no conocen la fijeza en el empleo y están condenados a vivir laboralmente a salto de mata. Ya saben: hoy recojo zanahorias, mañana limpio cauces de ríos y arroyos, al otro vareo almendrucos y una semana después me dedico a la fresa o a la pera limonera. El trámite no puede ser más sencillo: me ofrezco como bracero a destajo, trabajo una semana sí y tres no, sudo la gota gorda en el campo, regreso a casa y vuelta a empezar. Los que hemos consumido nuestro ciclo laboral siendo fijos desde el primer día que empezamos a currar entendemos mal este nomadismo, que ha crecido bastante en los últimos años.
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Estoy seguro de que muchos empleadores serán tipos honestos que pagarán razonablemente bien a sus jornaleros procurando que tengan una vida digna mientras permanezcan en sus dominios. Pero me temo que la temporalidad no es ninguna bicoca para quien la ejerce, como lo demuestran algunos abusos delictivos como esa red desarticulada hace menos de dos meses en la comarca de Medina del Campo que obligaba a los contratados a trabajar doce horas al día y a vivir hacinados en habitaciones compartidas por media docena de personas. Tengo fe en los buenos empresarios, pero también enciendo una vela a los inspectores de Trabajo y Seguridad Social para que vigilen a fondo, aprovechando que, al menos ellos, sí son fijos…
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