El calentamiento global se empeña en demostrarnos que no hay lugar seguro frente a los incendios en todo el planeta. Ni el Círculo Polar Ártico, que lleva meses ardiendo, ni las selvas tropicales más húmedas, están a salvo de un fenómeno cuya virulencia asombra a ... la comunidad científica mundial.
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Las regiones de clima mediterráneo están habituadas al fuego desde hace miles de años. Cuando es de baja intensidad, tiene una función ecológica esencial pues modela el paisaje y lo hace resistente a la dureza de un clima hostil. El problema encuentra su razón de ser en la confluencia de tres factores: la despoblación, la ausencia de gestión y el calentamiento. La despoblación provoca la «matorralización» de los antiguos espacios abiertos en los que el combustible se acumula. La ausencia de gestión hace que esa acumulación de combustible alcance cotas insostenibles y continuas, ocupando enormes superficies. Y el calentamiento lo seca poniéndolo en disposición de arder. El resto ya lo estamos viendo cada día en cualquier época del año.
El incendio de la Granja de San Ildefonso, que estos días amenaza el Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama, es una lección de la que deberíamos extraer algunas conclusiones: tampoco en España quedan bosques seguros frente al fuego.
Castilla y León ha sido siempre el reflejo de la dualidad forestal española. Frente a los espléndidos bosques de pino silvestre que ocupan la zona oriental, han convivido otros espacios forestales como los del resto de España: abandonados, no rentables y perdidos. Mientras estos han sufrido incendios de manera recurrente, aquellos han permanecido al margen de las llamas.
Quizás por su rentabilidad hayan estado mejor gestionados, pero también porque se encuentran en la parte húmeda del clima mediterráneo que «gobierna» meteorológicamente la península. La ordenación y la gestión han sido su fortaleza, pero su lejanía del fuego, sin sufrir su efecto modelador, es hoy su debilidad. El cambio climático los sitúa ya en disposición de arder, y esa disponibilidad los hace iguales al resto de los bosques de la península, pero mucho menos resistentes.
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Tenemos la obligación de buscar respuestas. El enorme gasto en extinción de este incendio, que puede haberse acercado a los dos millones de euros diarios, solo habrá servido para asegurar que la superficie incendiada no va a volver a quemarse en unos años. Pero nada garantiza que el fabuloso pinar de Valsaín o los valiosos rincones del Parque Nacional de La Sierra de Guadarrama, hoy a salvo, no vayan a quemarse mañana, en unas semanas o dentro de unos meses. La extinción es la respuesta al fuego, pero no es su solución.
Si esos dos millones de euros diarios gastados en intentar apagar las llamas se hubieran destinado a ordenar el paisaje, identificar sus zonas vulnerables y estudiar como dificultar la propagación en caso de incendio, probablemente hoy no estaríamos llorando su pérdida.
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