Hace mucho tiempo leí un relato fantástico en el que los pobres que pedían en la calle explotaban de repente; una fórmula infalible, y salvaje, de llamar la atención de los viandantes. Imagínense la escena: el pedigüeño de la esquina esperando unas monedas con la ... mano sucia extendida que, harto de ser invisible, revienta en mil pedazos sin herir a los que pasan a su lado. Imaginen también los titulares de los diarios: «Ayer estallaron en la capital cuatro pordioseros, y dos más en Medina del Campo». Me acordé de esta fábula escarbando en los detalles del presente reportaje, y en la fobia de algunos menesterosos a mostrar las miserias de su perra vida. Quienes tienen la paciencia de seguirme recordarán que he contado en más de una ocasión que en el barrio donde me nacieron y viví hasta que me salieron los primeros pelillos, no tragábamos a los que pretendían ayudarnos con comida o ropa usada que, por supuesto, nos zampábamos y estrenábamos en cuanto se iban. Medio siglo después de aquella etapa veo que algunas cosas apenas han cambiado, y que a los pobretones les sigue costando enseñar sus miserias, tanto si viven en La Esperanza como en Juana Jugan o en otro gueto similar.
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La pobreza es fea, triste y sucia y entiendo que quienes la sufren se resistan a enseñarla como si formaran parte de un escaparate. Además, siempre es preferible quedarse dentro de la chabola que explosionar...
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