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Estamos viviendo una etapa amarga y peligrosa en que el bloqueo de las instituciones constitucionales coincide con una politización sin precedentes de la justicia, ya que las diferencias entre partidos se acaban resolviendo en los tribunales. Este bloqueo ha trascendido fuera de nuestras fronteras y ... está desacreditando un régimen democrático depurado y prestigioso como el nuestro que parece haberse dejado atrapar en una trampa en que los radicalismos no son inocentes, aunque los protagonistas del diferendo sigan siendo, pese a todo, los partidos tradicionales del antiguo bipartidismo.
La situación es insoportable, y arranca de 2012, cuando el recién elegido presidente Rajoy, que obtuvo una resonante mayoría absoluta lograda en buena medida por la profunda crisis en que se encontraba el país, y el líder de la oposición Pérez Rubalcaba negociaron la composición del Tribunal de Cuentas, cuyos doce miembros son elegidos, a partes iguales, por el Congreso y el Senado. El PP poseía en solitario los tres quintos del Senado, por lo que el PP designó a siete de los 12 miembros, entre ellos Margarita Mariscal de Gante, primera ministra de Justicia de Aznar. Al año siguiente, se renovó el Consejo General del Poder Judicial, y el PP nombró a diez consejeros. En lo referente al Tribunal Constitucional, cuyos doce miembros se renuevan por terceras partes cada tres años, nada se ha renovado desde 2017 (falta designar a los cuatro que proceden del Congreso) y no se ha cubierto la vacante creada por un dimisionario.
Cuando se produce un bloqueo tan irreductible, es muy probable que la responsabilidad no esté solo en uno de los lados. Pero las condiciones que impone el PP para negociar no parecen muy ortodoxas ni inocentes: pretende que queden fuera del proceso los jueces que han condenado al PP por corrupción; que no participe Unidas Podemos en las votaciones (un partido tan legal, al menos, como VOX); y que se modifiquen las reglas de juego reformando la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) para que sean los propios jueces los que se elijan entre ellos (la tesis puede ser aceptable pero no parece muy razonable ni democrático cambiar las reglas en medio del partido cuando se va perdiendo).
Esta actitud oscurece la labor judicial y la vuelve sospechosa. Un asunto tan escasamente político como la declaración del estado de alarma ante la pandemia ha puesto en duda la objetividad del poder judicial y un sector de opinión piensa que -y lo dice- que la magistratura ya no disimula su inclinación a la derecha. Y las actuaciones contra un pasado de grave corrupción del PP están asimismo enemistando al PP con sectores judiciales que, se supone, no hacen más que cumplir con su obligación. Habría que salir al paso de estas derivas desde los otros dos poderes del Estado, y ello debería hacerse mediante un alarde de serenidad y transparencia.
La renovación de los órganos constitucionales con criterios de profesionalidad claros, huyendo del sistema de cupos (el intercambio del apoyo a candidatos), procurando que los elegidos posean realmente apoyo transversal de las cámaras, resolvería el actual escándalo, en que la Justicia empieza a padecer en su prestigio. Lesmes, presidente del CGPJ, ha tratado de hacerse oír a este respecto, y Jueces y Juezas para la Democracia ha llegado a pedir a los miembros progresistas de las instituciones que dimitan de sus cargos representativos para forzar a los partidos a cumplir con su obligación.
El Gobierno de coalición tuvo la tentación de cambiar la LOPJ para facilitar la elección de cargos por mayoría absoluta -en vez de por mayoría cualificada-, pero es obvio que aquella medida debilitaría la separación entre poderes, y nos situaría en la zona sospechosa de tibieza jurídica del Grupo de Visegrado. La idea ni siquiera no cuajó y no llegó a ser sugerida a la UE, pero hubo modo de saber que no agradaba en Bruselas. Y ha sido descartada rotundamente porque el único camino abierto es, como debe ser, el que ley señala. Todos deberían estar a la altura de esta responsabilidad.
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