Estos últimos días he disfrutado del descanso en uno de esos campings de Cantabria que acumulan más vallisoletanos por metro cuadrado que el barrio de La Rondilla y me he topado de lleno con la realidad de la calle ante el hartazgo que implica la ... lucha contra la pandemia. Pese a que las autoridades insisten en que la vacunación por sí sola no frena el virus y que resulta fundamental seguir practicando todas las medidas de higiene conocidas (reducir el contacto, usar mascarilla, ventilar las estancias, guardar las distancias de seguridad, etc.), la sensación generalizada entre la población se resume es que esto ya ha pasado, que no existe quinta ola y que eso de la presión hospitalaria no va con ellos. Para presión, social en este caso, la que sentimos quienes tratamos de mantener las formas, aun a riesgo de convertirnos en los bichos raros y aguafiestas de la masiva celebración.

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La gente ha soportado un encierro físico durante meses, vive rodeada de la permanente amenaza de una depresión económica y ha estado absolutamente reprimida en sus relaciones sociales. Esto, en un país como el nuestro acostumbrado al bullicio, resulta demoledor. Visto con perspectiva parece lógico interpretar el verano como esa válvula de escape que permita recuperar la ansiada libertad y, sin embargo, esta reacción en cadena supone en realidad la confirmación de la capacidad del ser humano para olvidar lo malo y mirar hacia otro lado. Lejos, muy lejos, quedan ya los aplausos que hoy también merecen los profesionales sanitarios. Para ellos, esta pesadilla aún no ha terminado.

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