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He tenido, a lo largo de mi vida, besapiés y besamanos hasta colegir que fui niño cofrade. De entrada, me acuerdo cuando me dieron la medalla de los Dolores de San Juan (Castilla del sur) y me reventó una variz que vio la luz y ... la cuaresma ese mismo día. Años más tarde, la vida y un experto en arte me pusieron en el besamanos del Gran Poder de Sevilla. A diez metros de Jesús hacia el Gólgota, perdí la cartera. A los cinco minutos la encontré (la billetera) entre la multitud sevillana, quizá por un milagro de Dios hecho madera y de los fieles que besan por tradición, por perdón, por futuro.
Castilla no iba a ser menos en esto de los santos besables. La Junta, el trozo de Junta bajo firma y sello de Igea, ha recomendado evitar los besapiés cuaresmales, que es la forma en la que los labios –fuente de conocimiento– descubren el Barroco. Digamos que un virus que vino de China ha llegado al bajo cielo y al ancho páramo a evitarnos el beso confiado a Cristo hecho gubia, madera, fe y caridad. Y uno sabe que no besar a Cristo es un populismo de la muerte y la infección, que a Él le lavaron los pies y le conocemos la muerte por 'nos' y hasta cuando en el Templo puso firme a mercaderes y mercachifles... y no iba con mascarilla.
Gregorio Fernández o Juan de Juni, o más tarde Miñarro, Palma Burgos o Benlliure le dieron al Divino Cuerpo algo democrático: la posibilidad de que la Pasión saliera de los templos y pusiera la Resurrección y la Primavera en las calles vencidas por el clarete.
Un Cristo no besado no es un milagro menos. Es un octanaje que pierde la Semana Santa, que cae tarde, con los primeros calores y los últimos virus.
Recemos por nosotros, enfermos virales y pecadores...
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