Vladimir Putin, a la derecha, y Alexander Lukashenko, en mayo de 2021. Mikhail Klimentyev-AFP

Batallas de una guerra híbrida

«Se escucha otra vez ruido de botas en ese medular territorio europeo, imperio soviético de tantas discordancias desde hace un siglo»

Agustín Remesal

Valladolid

Domingo, 21 de noviembre 2021, 09:02

Incendiar las fronteras de Europa con el fin de abrir brechas que propicien un acuerdo ventajoso es la táctica artera que Rusia viene poniendo en práctica desde que se desmoronó el muro de Berlín. La guerra en Georgia hace una década, el auxilio militar ruso ... a Siria para aniquilar o expulsar del país a los adversarios del sumiso presidente Bachar el Asad, la anexión de Crimea y la progresiva intervención militar en la frontera ucraniana para apoyar a los separatistas de la región fronteriza de Donbás son algunas de las maniobras del zorro del Kremlin Vladimir Putin, líder y amo en su silencioso esplendor.

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La nueva conquista inspirada y favorecida quizás por el presidente ruso, el asalto a la frontera polaca desde Bielorrusia por una horda de emigrantes convocados por el dictador Alexandre Lukachenko, ha durado dos semanas. La táctica de ese asalto, una «guerra híbrida», según el vicepresidente del Gobierno polaco, Jaroslaw Kaczynski, ha hecho temblar otra vez la inestabilidad de esa frontera altamente militarizada, entre el este y el oeste de Europa, desde que el viejo continente fuera dividido hace un siglo por el Tratado de Brest-Litovsk.

Los protagonistas de esa hibridación bélica, unos cuatro mil emigrantes traídos hasta Minsk como turistas desde Irak, Siria, Afganistán y Yemen, han conmovido y confundido a la opinión pública esta semana: un flujo de seres humanos escondidos tras los árboles de bosques espesos intentando el asalto de alambradas impenetrables, víctimas de chorros de agua y gases lacrimógenos lanzados por la policía polaca, se han convertido en víctimas de un juego sucio entre poderosos.

El drama humanitario en la frontera polaca-bielorrusa de Bruzgi-Kuznica ha sido el instrumento de una batalla engañosa, en la que es difícil identificar a los buenos y a los malos. La causa migratoria no ha sido allí la clave ni ha tenido el protagonismo de una violencia confusa, porque esos emigrantes, que intentaron cruzar las alambradas, el agua a presión y el humo gritando su destino («Alemania, Alemania»), están volviendo desesperados a sus casas con la sospecha de haber sido engañados por los autores de un espectáculo que forma parte de otra guerra.

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El uso de personas que huyen de cualquier violencia es una más de las perversidades de los regímenes anclados en el autoritarismo heredado de la fenecida Unión Soviética. El presidente bielorruso, Alexandre Lukachenko, es un hombre obsesionado por su propia supervivencia y, a pesar de haber sido rechazado por los electores, pronto refrendará su éxito político celebrando un cuarto de siglo en su perenne mandato. La fórmula de esa duración en el poder se basa solo en el provecho y monopolio de una violencia ilegítima: Bielorrusia es el único país de la fenecida Unión Soviética que conserva la estructura policial del KGB. Lukachenko, agente del Kremlin y fiel servidor de Vladimir Putin, debería haber dejado el mando hace un año, pero se mantiene con la fidelidad de servidor de Rusia a toda costa.

Hace dos meses, esos dos altos mandatarios firmaron en Moscú un plan de integración, Tratado de Unión de ambos Estados, con la fantasía de quien sueña vencer en todas sus contiendas al enemigo occidental: «Estamos observando a la Unión Europea, que se encamina hacia el colapso, evitando repetir sus errores», proclamó Lukashenko. En Bielorrusia, muchas calles llevan todavía los nombres de héroes soviéticos, la economía sigue estatizada, el ruso se enseña como segundo idioma y las estatuas de Lenin y Stalin acompañan desde sus pedestales la vida cotidiana de los ciudadanos en apariencia libres.

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El doloroso espectáculo de los emigrantes que chocaron durante dos semanas contra las alambradas polacas muestra un perfil más diáfano cuando se observa con un plano bélico más abierto. Desde finales de octubre, el ejército ruso cuenta con el despliegue de unos cien mil soldados a lo largo de la frontera de Ucrania, 2.300 kilómetros. El asalto de la frontera entre Bielorrusia y Polonia ha sido el «rma híbrida» de los emigrantes transportados en avión desde su país de origen, un intento de desestabilización ordenado desde el Kremlin. La estrategia de esos movimientos simultáneos de tropas bien armadas y de emigrantes ilusionados y engañados inquietan a la OTAN, porque bien podría tratarse de otra maniobra de distracción, frecuentes en ese territorio de la exURSS que no acaba de resolver antiguas aversiones entre sus estados para cerrar fronteras.

La actual estrategia de Vladimir Putin intenta simular que nada tiene que ver Rusia en el actual enfrentamiento entre Polonia y Bielorrusia, guerra híbrida de otro conflicto global que sitúa al presidente ruso en la lejanía aparente de esa disputa de la que no es ni líder ni parte. Con ese equívoco revela además una falsa devoción ante su aliado circunstancial, Alexandre Loukachenko, a quien a pesar de su escasa amistad, le suministra el armamento necesario, incluso dos bombarderos capaces de transportar misiles nucleares. Con esta escalada de desafíos frente a la Unión Europea utilizando el flujo artificial de una emigración por él gestionada, el presidente bielorruso responde a las sanciones que recibió de Bruselas, y amenaza además con suspender el servicio del gaseoducto Yamal-Europa que atraviesa su país y sirve el gas ruso a Polonia y Alemania.

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Se escucha otra vez ruido de botas en ese medular territorio europeo, imperio soviético de tantas discordancias desde hace un siglo, que podría motivar allí si no una guerra total con Ucrania, al menos una operación dirigida a mudanzas territoriales limitadas.

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