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En Cataluña ya han cerrado todos sus locales de hostelería y en Castilla y León, las barras de bares y restaurantes. Nos acercamos al mes de noviembre con los termómetros desplomándose por el frío y el Pisuerga discurriendo brumoso bajo el puente de Simancas. Nos ... encontramos «en riesgo extremo», nos dijeron el jueves desde la Junta; es decir, muy próximos por tanto al mismo confinamiento domiciliario de mediados de marzo. Margarita del Val, viróloga e investigadora del CSIC, alguien que ha ido comprobando cómo se han ido cumpliendo sin excepción todos sus peores presagios, se explicaba así esta semana: «Me temo que vamos a tener que volver al confinamiento domiciliario muy estricto, tal y como estamos y si no hay voluntad de comprender las medidas y de aplicarlas. Nos hemos dedicado a la hostelería, a comer, a beber, perdiendo la distancia y quitándonos la mascarilla antes de sentarnos. Al compartir el plato de aceitunas, no nos lo tomamos en serio». La hostelería se ha vuelto a situar en el centro de esta terrible crisis sanitaria, que en nuestra región ya ha matado a más de 5.000 personas.
Es muy injusto. Sin nuestros bares ni restaurantes abiertos, no solo seremos más pobres porque el sector es un tractor importantísimo de la economía local y turística. También estaremos más tristes y más solos. Ignoro qué sucede en otras latitudes, pero aquí los pinchos, las tapas, las cañas, las terrazas son parte de lo que nos identifica, son parte de lo que somos. Por eso me parece oportuno recordar algunas cosas. Los clientes no solo defendemos la actividad de los bares y restaurantes acudiendo a ellos a desayunar o comer, lo hacemos, sobre todo, atendiendo las normas de distancia, higiene y protección que, a estas alturas de pandemia, conocemos de sobra. Dejemos de hacernos trampas al solitario, dejemos de acomodarnos en la autocomplacencia del maquillaje de los datos o los argumentos falaces. A ver cuándo nos damos cuenta de que lo que hace un salmantino en un guateque universitario acaba arruinando un bar de Almazán...
Casi todos los ámbitos productivos se ven afectados negativamente por el recrudecimiento de la incidencia de la pandemia, pero, por desgracia, el de la hostelería y la hotelería lo sufre de manera radical. Un segundo confinamiento severo cerraría muchísimos locales de modo definitivo. Así que es decisivo observar las normas. En paralelo, convendría también que las agrupaciones de hosteleros asumieran un papel más relevante entre sus asociados: para propiciar un clima de estricto autocontrol, hacer tangibles ese autocontrol y las medidas de seguridad –sobre todo de distancia y ventilación– que, con el transcurso de los meses, se han ido relajando o perdiendo y, por último, para forzar a que los locales más emblemáticos o referentes se esmeren por encima de lo habitual como ejemplos a imitar y símbolos reputacionales.
Es descorazonador saberlo y tener que plasmarlo así, por escrito, pero los hosteleros deben asumir que si ellos caen, nadie acudirá a su rescate. Nadie. Por duro que sea reconocerlo, vivimos en una sociedad arruinada por unos dirigentes lentos, sin la capacidad ni el coraje de anticiparse, y unos ciudadanos egoístas a los que, torpemente, solo nos interesa nuestro propio beneficio. A los sanitarios les aplaudimos hasta justo antes de olvidarnos de ellos, aplastados en lo anímico y lo profesional por una pandemia incontrolada. Cuesta encontrar entornos reales de solidaridad colectiva. No la habrá para los hosteleros. Ni para los hoteles. Ni para la cultura. Ni para cuantas empresas, en fin, acaben cerrando sus puertas y despidiendo a sus trabajadores.
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