La vida también es una cuestión de banderas, de símbolo, de pulsión, de voluntad y de representación. El luto y la procesión van por dentro, pero las balconadas deben ser también un clarín de Viernes Santo interminable. Mucho se ha aguantado la 'rave' estéril ... de las cacerolas y los balcones como para admitir que las banderas no puedan estar a media asta. Como si hubiera un ser superior, un Iván Redondo, que hubiera maquinado que no proceden ni el dolor consistorial, ni el dolor político.
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Darle negro a la muerte, consuelo a los afligidos, responso a los muertos y esperanza a los de los ERTEs no es solo un mandamiento bíblico, sino una cuestión de justicia democrática. La nueva política –y a los que secuestra- ya ha decidido que la trascendencia no existe, que los duelos son un calostro heteropatriarcal y que lo que hay que hacer es triangularle el móvil a Atilio para ver si va con el nieto al teso, si el teso está a un kilómetro y si Atilio es contrario a las tartamudeces de Illa, a las recurvas de Simón, a las incoherencias de Iglesias. Edificios oficiales que lloran y otros con las banderas enhiestas, como si viviéramos una primavera trompetera... Así vamos viendo que algunos balcones consistoriales no quieren acompañar en el dolor, que es lo mínimo que se exige a un buen cristiano o a un vecino bueno.
Cuando todo pase será muy tarde, otro mundo y otro rollo; cuando todo pase, ay, los huerfanitos andarán en la puerta del convento buscando leche, en la cola del paro. O remozando la picota –metafórica y 5.0– para desplumar a aquellos pollos que inflaron el virus y no volcaron una mísera lágrima en las balconadas.
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