Tu bandera, mi país
La pluma de cristal ·
Apropiarse de lo colectivo está en la médula de los intolerantes, en el ADN de los poderosos, en la raíz de quienes actúan siempre tratando de imponer en lugar de dialogarSecciones
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La pluma de cristal ·
Apropiarse de lo colectivo está en la médula de los intolerantes, en el ADN de los poderosos, en la raíz de quienes actúan siempre tratando de imponer en lugar de dialogarEl menor de mis hijos me preguntó hace unos días la razón de que haya personas que exhiben la bandera española, llevándola en el reloj, en la ropa, en carpetas y bolsos, que la lucen en insignias, que ponen correas a sus perros con la ... bandera, o la pasean colgada del retrovisor –que cuando subes a algunos coches parece que has entrado en una delegación del gobierno–. Le expliqué a mi hijo que, al contrario que ocurre en otros países como Francia, en los que toda la ciudadanía se siente identificada con su bandera, esto no pasa en España. Con la vuelta a la democracia, hubo quienes pensaron que se restituiría la bandera republicana y, sin embargo, y a pesar de que la tricolor sea más bonita y más democrática que la rojigualda, se mantuvieron los colores impuestos por la dictadura.
Muchos y muchas de quienes nos consideramos de izquierdas no tenemos, a estas alturas, un rechazo visceral hacia la bandera constitucional. Nos hubiera gustado la otra, pero hemos acabado aceptando esta como pulpo, solo con haberle quitado la gallina. Lo que rechazamos de plano es que las derechas de este país utilicen como marca identitaria un símbolo que debería ser de todos, expulsando de su uso a quienes ideológicamente estamos en sus antípodas. Lo saben y por eso golpean nuestros ojos con sus banderitas de manera impune y a todas horas, aunque lo que realmente querrían es continuar aporreándonos con sus astas.
Sé bien que la bandera de España no es el único símbolo usado para marcar identidades: asociaciones y clubes deportivos tienen sus insignias; se utilizan pulseras para publicitar causas sociales, siguiendo la senda iniciada por aquella amarilla que pretendía visibilizar la lucha contra el cáncer –patrocinada por un ciclista al que desposeyeron de sus cinco tours por dopaje–; quienes reivindican la igualdad de derechos de las mujeres emplean el color violeta hasta haberlo convertido en un símbolo, y quienes se implican a favor de los derechos de diversidad de orientación sexual utilizan la bandera arcoíris.
Todos estos casos son símbolos propios de quienes los utilizan, cuyo uso marca su identidad, pero que no pretenden agredir a quienes se nos muestran. Sin embargo, la usurpación del uso de la bandera española sí es una agresión. Yo la siento como tal cuando, en el tren, se sienta a mi lado una señora tuneada de rojigualda que pretende decirme cuidado que aquí yo soy la única española, o cuando en la cola para entrar a un espectáculo, el caballero con polo decorado con la bandera de España en cuello y mangas, me mira mostrando ufano su superioridad en españolismo. Apropiarse de lo colectivo está en la médula de los intolerantes, en el ADN de los poderosos, en la raíz de quienes actúan siempre tratando de imponer en lugar de dialogar y, en su caso, de convencer. Patriotismos de banderita y pandereta que en nada tienen que ver con trabajar para conseguir un país en el que todas las personas vivamos mejor.
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