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Cada vez que me supera el diluvio de noticias llamo a un amigo que es, por cierto, uno de los grandes médicos internistas de la región y más allá. Cuando le transfiero mis temores y le cuento, otra vez, mi tos perruna, insiste en recomendarme ... que no sea histérico, que no me preocupe porque lo que está pasando es, según él, una «variación de la gripe, que mata menos que la de otros años». Para afianzar su diagnóstico telefónico añade que este episodio viral lo vamos a pasar (o ya lo hemos hecho) todos, sin enterarnos. A pesar de que sus palabras tienen un efecto balsámico inmediato no evitan que le telefonee un par de veces por semana para que me las repita, y aún así la tranquilidad me dura lo que tardo en ver por la tele a algún miembro del Gobierno anunciando más medidas para vencer la pandemia.
Nada más lejos de mi intención que convertirme en un negacionista de los efectos reales del coronavirus, pero la opinión de mi colega, que ejerce desde hace décadas la profesión, tiene el mismo valor que el de esos jinetes que llevan semanas anunciado el fin del mundo. Sus razonamientos, como la calma de don Fernando Simón, el portavoz nacional de Sanidad, me serenan; cuando hace declaraciones un pez gordo de la política me entran ganas de quemarme a lo bonzo para no sufrir. En momentos así es cuando llamo a mi doctor amigo, que fue lo que hice tras la comparecencia de don Pedro Sánchez.
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