Balas, votos, adoquines
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«No es solo la de un loco la mano que mete unas balas en un sobre, es la mano de quien ha traspasado la frontera que separa la libertad de opinión de la de agresión»'Bullets or ballots'. Balas o votos. Así se titulaba aquel filme negro de William Keighley, en el que se relataba la turbulenta relación entre violencia y política en la Nueva York de los años treinta. La película se estrenó en 1936, el mismo año ... en que en España se celebraban las últimas elecciones de la República, antes de la guerra. Muchas balas: al menos 41 muertos en las semanas previas a la cita con las urnas. Y muchos votos marcados por la herida profunda de la sociedad, en la víspera de uno de los capítulos más tristes de la historia de España.
Casi cien años después, balas y votos vuelven a cruzarse en una carrera electoral. Tan solo como amenaza, es cierto, pero más que suficiente para ilustrar el momento desaforado que vivimos. Balas de cetme en sobres anónimos destinados a Pablo Iglesias, a María Gámez . Y a Grande-Marlaska, el ministro al que hace diez días Santiago Abascal acusaba en el Congreso de «tolerar la violencia», mostrándole uno de los adoquines con los que se recibió en Vallecas el mitin de Vox. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón… Mientras en Barcelona se anuncian nuevas movilizaciones para tratar de sacar de la cárcel al rapero Hasél, el apologista del piolet clavado en la cabeza del enemigo político.
Gestos que revuelven las tripas, en un país que no termina de hacer las paces consigo mismo. Que tiene todavía en la retina las caras de las personas en el centro de las dianas de los asesinos. La violencia de los dos extremos, tan desnaturalizados que terminan por compartir el mismo credo: el del desprecio absoluto hacia el ser humano. Nada, por otra parte, que no esté en el canon del día a día de la sociedad. En las alturas del Parlamento o en las cloacas de las redes sociales. Tanto da.
No es solo la de un loco la mano que mete unas balas en un sobre, lo cierra y lo envía al Ministerio del Interior. Es la mano de alguien que, en línea con su entorno, ha perdido el respeto por su adversario político. Alguien que sin duda ha traspasado hace tiempo la frontera que separa la libertad de opinión de la libertad de agresión. Alguien que cree que la acción política incluye el intento de acobardar al contrario para deshumanizarlo, para tratar de destruirlo. Y la consecuencia, también, de admitir como normales en nuestro lenguaje cotidiano palabras y gestos que deberían ser intolerables, porque el camino natural de la falta de respeto es que las palabras terminen dando paso a las manos. O a las balas. Palabras como proyectiles -canalla, golpista, fascista, criminal, asesino, matón…-, que circulan por el Congreso de los Diputados como munición verbal cotidiana. O palabras más gruesas, que forman parte de la expresión diaria de los mensajes de nuestros vecinos, nuestros conocidos, nuestros conciudadanos… ¿De qué nos extrañamos?
La degradación del lenguaje desemboca siempre en la degradación de la persona. Lo sabían los pistoleros de Nueva York. Y los parlamentarios que llevaron a España al terrible episodio aquel de nuestra guerra incivil. Balas contra votos: el símbolo de una intolerancia que el tiempo no termina de borrar. La fiebre que delata una enfermedad profunda.
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