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El río, trágico a veces, plácido otras, no tiene volunto racional. Desde que baja de los regueros de Cervera el río se platea, se embravece, pasa por casas que de repente dejan el monte y se hacen llano, y hay un arado donde había un ... zueco. Decía Umbral que él, de joven, patinó por el río congelado, pero Umbral no sabía patinar, ni nadar.
Queríamos escribir del río y del cocodrilo, que fueron los asideros para sobrellevar esta nueva normalidad y este frío que le ha venido poniendo la puntilla a la terraza. El río tiene su nómina de ahogados, pero también de tardes ya lejanas de rugby al sol, cuando las aguas bajan plácidas y se hace verano sin darnos cuenta. O alguna boda en las orillas, con mucho rumor de camareros y ella que viene a casarse en tu peor momento.
En breve será San Juan, pero no lo será completo. Y el río, como el coronavirus y como el movimiento espasmódico de los reptiles o como un liberado sindical seguirá ahí: al ritmo de la Biología sin cuestionar esto –la Covid– que en la Historia de la Humanidad es un boquete pero que en la Historia del Planeta es nada.
El río es el mar encajonado, con sus siluros y sus pájaros rasantes que tienen un nombre que desconozco. Al río sólo se le canta cuando una barca le tapa los moratones a alguien que fue una vida, o cuando se desborda y trae vacas que no encontraron el Arca y bajaron desde Valdecebollas y hay un rumiante flotando junto a una noria sin musa ni Garcilaso.
Dicen las crónicas que tenía 36 años, que lo encontraron frente a la caseta del Catarro. A 150 metros y uno, yo mismo, que nunca volverá a leer 'El Jarama'.
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