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Ayer mis vecinos me pillaron bailando en la calle. Bueno, en la parada del autobús, para ser exactos. Ellos iban a coger el 2, yo el 9. Ellos, de abrigo y bufanda, se aproximaron a paso digno y sosegado, como las personas de bien que ... son; yo, de auriculares y Spotify, daba vueltas debajo de la marquesina al ritmo de Depeche Mode, como la loca de los peines que soy. Pero es que estoy que me bailo encima. Que se me van los pies. Que mis tenis se han convertido en las zapatillas mágicas. Que es escuchar cuatro compases y salirme el reflejo condicionado, a lo perra de Pávlov. Que el otro día me pillé moviendo el pandero al compás de un reguetón infumable que sonó en la radio con diurnidad y alevosía. Que no entro en el Bershka porque me dan ganas de pedirle un cubata a la dependienta. Y porque lo único que me caben son los bolsos, que también.
Una, que siempre ha sido exquisita con las músicas que se echaba al cuerpo, que elegía los bares según lo que sonara en ellos y que se quedaba de pies cruzados cuando al dj le daba por el electrolatino, ha empezado a desmelenarse con cualquier cosa, que oye, mi cuerpo pide salsa y que lo mismo me da una remezcla atómica que un baile regional de Orejilla del Sordete que la melodía del móvil que los grandes éxitos remasterizados de Agustín Pantoja. Ahora me metería a bailar hasta en un garito donde se celebrara una despedida de soltera a pegarme culazos sororos con las hermanas; lo que sea en tal de darle a marcha al body, que dicen las clásicas. Al final, la única forma de convertir este drama surrealista que vivimos en una comedia musical va a ser mover el esqueleto en la cocina, en el baño o en la parada del autobús. Aunque sea sola. Y a mucha honra.
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