El cotillón de Nochevieja es uno de esos jolgorios del que no tendrá que echarme la Policía, y no es porque de repente me haya vuelto un ciudadano ejemplar que respeta las restricciones o un cagueta con miedo a contagiarse. Aún así, para que vean ... que no hablo de oídas, confieso haber estado en varios luciendo gorro de cartón y soplando un matasuegras. Pero pasarse cuatro o cinco horas de pie sujetando la copa con una mano y mirando el reloj a ver cuánto falta para que repartan el chocolate y poder volver a casita, no va conmigo.
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Estoy seguro de que tiene que ser una bacanal divertidísima, pero ni le cojo el tranquillo a la fiesta ni me pone cachondo esperar la llegada de los guardias desalojando al personal por participar en una actividad no autorizada por la Junta o quien sea. A lo poco que me divierten estas jaranas se unen el coñazo de la mascarilla obligatoria y la recomendación de meterse un palito en la nariz para el test de antígenos: antes de entrar en la sala y al abandonarla.
Estoy dispuesto a que me llamen rancio por cenar esa noche en casa, comiendo y bebiendo a placer, tomando uvas sin tito al son de las campanadas de cualquier reloj televisivo y visionando, una vez más, la trilogía de El Padrino, que me chifla. Si tengo que elegir entre la frase 'feliz año nuevo' o 'le apuntó a la cabeza y le hizo una oferta que no pudo rechazar', ya saben con qué bacanal me quedo…
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