Me lo advirtió Hugh Thomas una tarde de otoño paseando por el Campo Grande de Valladolid: «Hay que acabar con el tópico simplista del indio bueno-conquistador malo». La conquista de México fue una batalla entre los aztecas y sus pueblos sumisos contra los españoles ... y sus aliados. Aquella guerra no fue más cruel que otras en aquel nuevo mundo. El hispanista, impecablemente vestido con traje, pañuelo de seda y sus excéntricos calcetines rojos, ojeaba con fruición su libro 'La conquista de México' recién publicado, novecientas páginas y un índice onomástico de dos mil españoles que participaron en aquella gesta iniciada por Hernán Cortes el año 1519. «Este elenco es muy útil», afirmaba con ironía inglesa el Lord, porque los apellidos de los conquistadores atraen a muchos lectores que se creen descendientes de aquellos héroes y compran el libro.
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Con el gran orgullo colectivo reservado a la memoria de hechos históricos trascendentales, el gobierno mexicano viene celebrando desde hace unas semanas el quinto centenario de la conquista de Tenochtitlán por los españoles. Una vez más, se ha puesto en marcha la maquinaria oficial del revisionismo histórico y la manipulación de los hechos, que añaden gloria a la nación y ensalzan la legitimidad del gobierno. Y en este trance, reiterando sus preceptos políticos y sus dogmas históricos, ha destacado una vez más el presidente de México, Andrés M. López Obrador. En su arrebato nacionalista, exigió hace un año a España pedir perdón por lo que él, en el delirio de su narrativa histórica, considera crimen contra la humanidad: la conquista de Tenochtitlán y la derrota del imperio azteca con la ayuda de los otros pueblos mexicanos que sufrían sus masacres sacralizadas.
Con un arrojo ignorante rayano en el ridículo, López Obrador afirma que la nación mexicana fue fundada hace diez mil años, es decir, cuando apenas estaban llegando al continente americano las migraciones humanas desde Asia. En su ejercicio de revisión histórica, el presidente tergiversa la efeméride presentando el acontecimiento de la toma de Tenochtitlán como el origen de la resistencia indígena frente a los invasores españoles. Los hechos mejor documentados apuntan a otro escenario bélico: la caída de la capital del imperio mexica fue el triunfo de los guerreros de pueblos enemigos de los aztecas, tlaxcaltecas, texcocanos y chalcas, entre otros, que aceptaron de buena gana alinearse en esa guerra con el reducido contingente de los soldados españoles, mejor armados. Todos esos pueblos eran tan indígenas como los que lucharon bajo el mando de Moctezuma. Los mexicas no fueron derrotados solo por los españoles, cuyo ejército no llegaba al uno por ciento de los más de cien mil guerreros que vencieron al imperio azteca.
Todos los países nacen y crecen en la historia fieles a un ideal colectivo que varía e incluso se rompe con el paso del tiempo. Es una falacia señalar solo a los tenidos por buenos como dignos y legítimos «pueblos originarios» de una nación híbrida, que en el caso de México alcanza a los europeos arribados a aquellas tierras americanas y a los mestizos de sangre blanca o india. Aquel verano de 1521, tras el asedio de los trece bergantines que Hernán Cortés ordenó construir para tomar Tenochtitlán, comenzó la verdadera historia de México. El presidente López Obrador, que ha instado al Rey de España a que pida perdón por la violencia de los españoles en aquella guerra frente a los indígenas, olvida que los mexicanos de hoy son fruto de un mestizaje con cinco siglos de historia, y sus antepasados son tan españoles como indígenas.
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No es probable que los historiadores, en su permanente exploración de los detalles de aquel trágico asalto de Tenochtitlán, encuentren nuevos y trascendentales datos para la interpretación de tan notable hecho histórico. Sin embargo, crece el alboroto político en torno a aquella batalla definitiva que hizo girar la historia del continente americano. La política es un campo minado para la interpretación de un hecho histórico, y en esa batahola estrafalaria chocan ahora entre si las declaraciones del Papa de Roma y de los líderes políticos ultranacionalistas, fervientes defensores del indigenismo.
El Pontífice ha pedido perdón por la violencia de los misioneros católicos para conducir a los indios al paraíso de su conversión. Los políticos de extrema derecha acusan de cobardía al papa Francisco, y los indigenistas celebran esa oportunista demanda de perdón cursada desde el Vaticano. Del absurdo en grado extremo es autora hasta hoy la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, quien ha calificado al indigenismo, durante su peregrinación estadounidense, de un nuevo modelo de comunismo universal. Solo una profunda ignorancia y el dogmatismo aplicado a la historia lejana del legado español en América pueden conducir a tan absurdo dictamen.
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La revisión histórica que proponen los políticos se alimenta de un oportunismo que niega los hechos fidedignos. La obsesión indigenista del presidente López Obrador nutre los libros de texto de la enseñanza primaria en México plagados de elogios a los aztecas, de ultrajes a los pérfidos españoles y mudos acerca de la mayoría de los otros pueblos primigenios que se enfrentaron a los mexicas para lograr su libertad. Hugh Thomas se lamentaba ya hace tres décadas, cuando publicó su obra monumental 'La conquista de México', de esa ceguera pancista de los políticos, más peligrosa según él que la leyenda negra urdida por los ingleses.
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