Desde los tiempos de Isabel Carrasco, y pretéritos, el PP de León es un 'producto singular', muy autóctono. Algo así como la morcilla de León, los mantecados de Astorga y la castaña del Bierzo, todo junto, pero en su versión más política, si la hubiera.
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Singular porque nunca se ha conseguido que sea una unidad, como tal. Los populares leoneses siempre han estado a lo suyo, metidos en guerras intestinas, sacudiéndose pesadas losas, practicando en guerras de guerrillas o sobreviviendo en el monte, al más puro estilo de los maquis, cuando las condiciones así lo han requerido.
Esa inestabilidad, ese no saber qué se quiere y cómo se quiere, solo se ha mitigado en situaciones estacionales bien definidas. Bien cuando los resultados han llegado con el viento de cola, lo cual impedía cualquier oposición interna en el más estricto sentido de la palabra, o en el periodo posterior al crimen de la propia Isabel Carrasco. Entonces Eduardo Fernández logró tejer un ovillo que parecía imposible, recuperando los hilos perdidos y endulzando el carácter de quienes sin la figura de su presidenta se sentían perdidos dentro de su propia casa.
Tienen los leoneses un gen interno que invita a la autodestrucción, una especie de chip que se activa en el momento más inoportuno y provoca un caos inevitable en el entorno. Quizá proviene de esa especial circunstancia los mil y un avatares que han sucedido a esta provincia, sea en el terreno que sea, el político, el económico, el social o el estructural.
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En el PP leonés ese gen siempre está latente y elevado a su enésima potencia. Tan evidente es, tan permanente se siente, que se ha reactivado en las últimas semanas. Justo ahora que la corriente es favorable, en el mismo instante en el que todas las cartas son ganadoras, en el preciso momento en el que tras años de tormenta y mar picado se siente la calma.
El resultado es una guerra abierta entre un sector renovador y otro inmovilista. A un lado un recién llegado (entre comillas) desde Nuevas Generaciones, senador y alcalde, Javier Santiago Vélez, al otro un alcalde con historia (y con historias), Manuel García, un edil singular, de 'ordeno y mando', con carácter, con muchas hipotecas en curso y otras tantas vencidas a lo largo de su extensa trayectoria.
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La presencia de ambos es un reflejo de lo que siempre ha sido este partido en León, el mismo que presumía de tener 12.000 afiliados -la mayoría de ellos salidos de la fotocopiadora del despacho de Isabel Carrasco- y el mismo que meses más tarde lamentaba la dura realidad: aquel 'ejército de fieles' en realidad solo era un puñado arropado por algunos despistados.
Los renovadores generan ilusión, aunque ya hay quien en ese proceso de intoxicación que sacude las citas congresuales les ha calificado ya como «leonesistas infiltrados», mientras los conservadores pueden presumir de casi todo (organizar comidas con botillo para aunar esfuerzos y trenzar alianzas, buscar información privilegiada o contar con el respaldo de algún 'ex' condenado en la política por falsificar su título de derecho). Es real la radiografía, no partidista.
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Abierto el tiempo para el combate y sentado cada contrincante en una esquina del ring gane quien gane el resultado final será el mismo: una foto con una sonrisa y, al fondo, un par de tipos mosqueados. Un segundo después llegará el estreno del curso político y de nuevo, en ese tiempo, todos los chip del gen autodestructivo volverán a reactivarse.
Y justo en ese punto comenzará la cuenta atrás en un nuevo proceso de autocombustión.
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