Hace dos siglos el francés D'Alambert, preeminente ilustrado y uno de los padre de la 'Enciclopedia', ya intuyó que la guerra es el arte de destruir a los hombres mientras que la política es el arte de engañarlos. Para constatar que estaba en lo ... cierto basta mirar al 'brexit', hoy de estreno, al amenazador laberinto del 'procés' o al auge de los populismos y de las 'realidades' inventadas. Ahora no se necesitan más trincheras ni otras armas que algunas 'supersticiones' de la modernidad: el puro engaño, la sobreexcitación de las emociones y el recurso al olvido. El truco consiste en someter al ciudadano a una avalancha tan vertiginosa de estímulos que pasado mañana no recuerde siquiera lo que parecía relevante ayer. La estrategia de la distracción. Señuelos y fogonazos para adormecer la memoria. Está claro que si la realidad política –próxima o lejana– se nos presenta todos los días mediante 'chutes emocionales', nuestras respuestas pueden ser 'inducidas' y controladas, igual que los ratones en el laboratorio. La repetición de falsedades y mantras abonan el terreno para respuestas vinculadas a los sentimientos, a las estrategias manipuladoras, antes que al análisis y al fruto racional. Y aún más en sociedades polarizadas en las que el populismo (mejor, los diversos populismos) sobreviven pescando en el río revuelto de la radicalidad. Un principio de aplicación universal. Desde Trump al 'brexit'; desde el nacionalismo supremacista en España, hasta los populismos de izquierda y de derecha en todo el mundo.
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Cuánta razón tiene D'Alambert. Al contrario de lo que ocurría en siglos pasados, la destrucción del hombre no llegará mediante el hecho físico de la guerra, sino a través de los mecanismos intangibles del engaño. El Reino Unido se despide de la Unión Europea sin más bombardeos que los de la mentira, la exageración, el miedo, la demagogia y las falsas promesas de prosperidad.
El despeñadero político del 'procés' sería impensable sin las «ensoñaciones» suscitadas por los dirigentes independentistas: sin las porfías tramposas respecto a que existe un «derecho a decidir», así en abstracto, o que la democracia, también en abstracto, «está por encima de la ley», obviando no solo la falta de apoyo popular a sus tesis, sino el dato incuestionable de que todo el poder institucional que les respalda proviene precisamente de esa ley, la Constitución y el Estatut, contra la que enfrentaron hechos, decisiones jurídicas, no meras opiniones personales. Hechos tan 'democráticos' como ignorar a los representantes elegidos por más de la mitad de la ciudadanía de Cataluña. El 'procés' consagra una especie de hipocresía tan incoherente como la del hombre que se cargó a sus padres y luego pedía clemencia con el argumento de que era huérfano.
Ahora parece que da igual ocho que ochenta. Tan es así que «Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros» se ha convertido en la cita 'marxista' más socorrida para ilustrar la actualidad nacional. El paradigma de la contradicción permanente. Y del cinismo. Aunque tal vez no debamos ser muy severos en el juicio, pues incluso antes del resurgir populista era lugar común otra verdad: «La política implica tragarse sapos». Supongo que sin atragantarse.
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