Si me paro a pensar cinco minutos en el sufrimiento animal, me hago vegana. Y si me paro diez a pensar en la institución monárquica, me hago republicana. O no, yo qué sé, que siempre me han podido la charcutería fina y las joyas de ... pasar. Débil que es una.

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Pero cada vez cuesta más no darle vueltas al tema. Sobre todo, cuando tienes en casa a un adolescente preguntón. «¿No sería mejor que pudiéramos elegir al jefe del Estado?», me suelta desde esa adolescencia que todo lo cuestiona, que todo lo refuta, que nos estalla a su padre y a mí en el plato de sopa mientras vemos los informativos. Hay días en los que preferiría que el gachó me hubiera salido tronista y sólo me consultara acerca de si es mejor depilarse el pecho con crema o con cera: me resultaría más fácil contestar a esa pregunta que a la otra porque, por mucho que lo intente, no hay justificación alguna ni para los desmanes del padre ni para el hecho de que las hijas sigan poniéndose el mundo por tiara y haciendo de su capa (de vicuña) un sayo.

Si para mí es complicado responderle a mi heredero, no sé qué le dirá el rey Felipe a la suya cada vez que le pregunte por el empeño de su familia en dejarla en el paro. Que lo hagan los partidos políticos (unos porque no son nadie si no azuzan el fuego, otros por un contraproducente exceso de lisonja) pase, pero que sean los de tu sangre azulísima los que te pongan palos en las ruedas es como para pedir la emancipación a los dieciséis, y Leonor ya ha cumplido los quince. Mira, tiene un año menos que el mío. Todavía podemos buscarles un apaño aunque, a este paso, será una ceremonia discretita por lo civil, y no un bodorrio en la Almudena. Al final me quedo sin ponerme la teja y la mantilla.

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