La experiencia política demuestra que el de «revolución» es un término que suele significar desencanto. Los ideales de origen, al triunfar y ejecutarse, conforman una realidad que en nada se asemeja a ellos, con frecuencia más brutal que la derrocada. En el extremo opuesto se ... sitúa la ciencia: si la revolución científica se prueba, guste o no toca trabajar a partir de ella hasta que la siguiente –que puede no llegar– pruebe en contra, matice, y así se adopte como nuevo paradigma y vuelta a empezar.
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¿Y en arte? En arte se puede hablar de revolución pero no de evolución; no hay en arte un «progreso» como en la ciencia; una obra de un arte, por darse más tarde, no es más avanzada (ni menos). Una revolución artística aporta otra capa, otro aroma, pero no cabe hablar de progreso en Kandinsky o Picasso respecto de Velázquez, o en Schöenberg respecto de Bach. Sin embargo, cada vez que surge un artista revolucionario, los guardianes de las formas (las suyas) aúllan a coro: «¡Destrucción!». De Ornette Coleman se dijo que practicaba anti-jazz; de Ástor Piazzolla, que iba a dinamitar el tango. Pero el juicio insobornable del tiempo demuestra que las innovaciones artísticas revolucionarias –cuando lo son, y no meras imposturas ocurrentes– se asumen y no solo no arruinan el arte, sino que amplían sus horizontes. En el centenario de su nacimiento, si el tango sigue vivo –insisto: también el anterior a él– se debe en buena medida gracias a la idiosincrasia del bandoneonista y compositor de Mar del Plata, y negarlo es como negar que la Tierra gira alrededor del Sol.
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