En los años 80 las sociedades occidentales creyeron poder vivir sin ningún tipo de moral colectiva. La euforia alimentó década y media de libertad sin complejos, pero el globo pinchó pronto y aparecieron la corrección política y sus derivados. Y es que, como explica el ... psiquiatra Pablo Malo en 'Los peligros de la moral', a los seres humanos no les basta una ética privada, necesitan algún código de conducta pública.
El problema, del que su libro advierte desde su título, es que la moral genera una dinámica de oposición entre nosotros (los del bien) / ellos (los del mal) que también causa daños. Por ello, propone una moral limitada, que no lo problematice todo. Paradójicamente, Malo, que es agnóstico, defiende el valor de las grandes religiones históricas justo por esto: por su papel para acotar y regular el terreno de la moral. Algo que se ve con claridad en nuestra época, en la que, al caminar de la mano de la política, la moral se desparrama sin freno por todas partes.
La nueva moralina lo va impregnando todo, siempre en nombre del bien y con especial querencia por la educación, pues la escuela es el objeto de deseo lúbrico de los reformadores morales de todas las eras. Era cuestión de tiempo que embadurnara también los libros de texto, y ese momento ya llegó. Hemos roto otro dique de contención.
Al amparo de la Ley Celaá, los nuevos manuales sugieren que los 'valores' (encarnados en programas como la Agenda 2030) están por encima del conocimiento, que debe mirarse desde aquellos, con lo que la política busca imponerse al saber y condicionarlo. Pero no hay por qué resignarse. El tiempo de la sumisión ya pasó.
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