En política hay unas normas no escritas que deben respetarse, que difieren claramente de las que rigen en la sociedad. Y aplicando esas normas, nunca se tiene asegurada la lealtad, porque esta se exige únicamente hacia arriba, nunca hacia abajo. «Esa es la gran tragedia ... de la política. Lo difícil es tenerlo presente», decía un político confeso antes de cumplir su condena: «Si el presidente, que era conocedor de todas esas acciones corruptas, se lo hubiera propuesto, me hubiera salvado con toda seguridad. Pero tenía que pedir favores, mojarse mínimamente, y no lo hizo».

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A veces los que ostentan la máxima autoridad, consentidores o conocedores de los delitos cometidos, no solo se quedan ante el corrupto sin hacer nada, sino que proclaman la honradez del partido con ese dicho tan inquietante como incierto: «El que la hace, la paga». De esta forma esta autoridad se sitúa al margen de esos actos ilícitos a la vez que con esa proclama el partido queda ennoblecido.

Ante este modo de actuar, aparece otra norma no escrita: El subordinado al que se le permite cometer una infracción debe asumir él mismo la responsabilidad, sin poder repercutirla o elevarla hacia quien le concedió esa libertad.

Quien sí que dejó escrito algo similar fue Maquiavelo, pues decía que las medidas impopulares que debía adoptar el príncipe se hicieran a través de sus subordinados. Que otro que esté en la jerarquía por debajo del gobernante sea quien sufra el desgaste y, llegado el caso, sea el chivo expiatorio de las iras populares.

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Como en las próximas semanas la corrupción va a formar parte de nuestro vocabulario popular, conviene recordar el decálogo que expresa más claramente los principios de esta lacra:

La corrupción que se conoce es la punta del iceberg. Es como un virus contagioso y mortal que se extiende sigilosamente como el aceite, sin hacer ruido; va ocupando parcelas de poder, se extiende por todas las estructuras y alcanza su efecto más pernicioso en la sociedad, a la que hunde en el desánimo y la impotencia, al verse perversamente gobernada.

La impunidad retroalimenta la corrupción. La sensación de impunidad de un acto ilícito corrupto lleva, pasado el tiempo, a cometer otro de mayor envergadura, y así sucesivamente.

La patrimonialización del bien gestionado. Cuando uno gestiona o usa un bien que no es suyo, a medida que pasa el tiempo va creyendo que es suyo. Y cuando esto sucede, el político se siente dueño de lo que administra. Y, siendo así, se siente con derecho a reclamar su parte. Esta conducta tan habitual del ser humano es tan repetitiva, que yo la elevaría a la categoría de principio universal. El tiempo es el elemento pernicioso que da la vida a este principio. Y cuando el político se adentra sigilosamente en este campo, está dando el primer paso hacia el camino de la corrupción.

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Los controles de la Administración no sirven. Los políticos no sienten preocupación por su propia corrupción, y menos por la de sus propios subordinados, pues estos acceden a una corrupción muy inferior a la de ellos. El interés por la corrupción siempre se dirige hacia los de arriba, pero estos son los que ostentan el poder y no les interesa renunciar de antemano a un futuro lucro.

El corrupto lo pide, nadie viene a proponérselo. Reconozco que es algo rotundo y permite excepciones. Pero hay que dejar claro que no hay justificación que valga ante una atractiva tentación que le pilló al político con las defensas bajas.

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Las tres categorías de la corrupción. Corrupción blanca, gris y negra. La corrupción blanca se refiere a prácticas que no son reconocidas como corruptas por la opinión pública. Un ejemplo de ello serían las corruptelas: quedarse un par de días en la cama, aceptar un pequeño obsequio o recibir un décimo de lotería a cambio de unos favores. Corrupción gris: La sociedad entra en desacuerdo al juzgar conductas que suscitan dudas acerca de su admisibilidad o no: una invitación al barco de un empresario poderoso, un regalo que excede de lo habitual, o una financiación irregular a un partido político. Corrupción negra: En este caso, la opinión pública condena estas prácticas unánimemente: el cohecho, el soborno, la malversación, el tráfico de influencias. Las leyes están para tipificar y castigar la corrupción negra, pero los comportamientos encuadrados en la corrupción blanca o gris solo pueden juzgarlos los ciudadanos. ¿Cómo se pone de acuerdo la sociedad para condenar o no una conducta que la ley no condena? Hay muchos caminos. El más directo se consigue al relacionar corrupción y escándalo. Pero para eso tiene que haber alguien con recursos que alce la voz de «escándalo» y que haga público el caso etiquetándolo de corrupto, poniendo así el proceso en funcionamiento.

Los subordinados conocen los manejos de sus jefes corruptos. Pero todos ellos callan por temor. Los jefes de los corruptos también lo saben, pero lo consienten, pues ellos tienen acceso a un nivel superior de corrupción. Y la sociedad, muy a menudo, conoce también la corrupción de los políticos, pero no dispone del cauce para denunciarlo con garantías.

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Los privilegios de la corrupción. La corrupción no solo debe medirse por el dinero sustraído, sino por los privilegios, influencias y beneficios obtenidos al aprovecharse del cargo.

La falta de alternancia política abona la corrupción. Esta suele ser mayor en aquellas Comunidades y Ayuntamientos en los que un mismo partido político viene ostentando más tiempo el poder.

Décimo principio: Salvar al presidente. Ante una trama extensa y corrupta, hay que descartar el desconocimiento del presidente, secretario general o alcalde. Es un insulto a la ciudadanía alegar ignorancia cuando la trama ha alcanzado un determinado nivel. Quedaría por tanto señalar al presidente, y acusarle de consentidor o partícipe de esa mancha que ha dejado extenderse sin medir las consecuencias. El presidente debería asumir su responsabilidad. Pero, antes de que esto suceda, el sistema se organiza para eximirle de responsabilidad.

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