![El arte de morir](https://s2.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202011/18/media/cortadas/NF0QIKO1-kreE-U120796975160uAE-1248x770@El%20Norte.jpg)
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Sin adolescentes anegados en hormonas no habría películas de terror-dominó, en las que una pandilla de jóvenes –eso sí, más equilibrada que el Ministerio de Igualdad– acaba con su destino en un martirologio dosificado para que en el patio de butacas se terminen las ... palomitas justo antes del desenlace.
Normalmente, semejantes cintas llegaban dobladas desde el otro lado del océano. Pero en los años noventa el cine español perdió sus complejos y comenzó a producir terror cañí con mayor o menor fortuna. Así que al finalizar el milenio, el teatro Lope de Vega se nos murió, precisamente, proyectando una de aquellas ocurrencias que se titulaba 'El arte de morir', de Álvaro Fernández Armero, para continuar con la nefanda y terrorífica crónica de dominó urbanístico que se ha ventilado la gran mayoría de salas de exhibición de la ciudad. En el primer acto cayeron los cines de barrio, después recibieron matarile los Avenida, Coca o Groucho hasta que la parca comenzó a fijarse en las parejitas –que siempre hay en estas películas de merendola– y asistimos a la desoladora muerte del Vistarama y del Lope de Vega al alimón, hace veinte años, para continuar después con otro de los matrimonios más longevos de la ciudad entre Roxy y Mantería. Y, si bien, a pesar de los lamentos, pudimos asumir con el tiempo el cierre del cine Vistarama, la muerte de un espacio escénico como el teatro Lope de Vega nos dejó incrédulos y desabridos hasta hoy. ¿Cómo es posible que hayan pasado veinte años desde aquel cerrojazo?
Así como el teatro Zorrilla y el teatro Calderón consiguieron una pertinente y obligada puesta al día al abrigo de las instituciones –Diputación provincial y Ayuntamiento de Valladolid, respectivamente– todo parecía indicar que al Lope de Vega habría de asistirle con su protector auxilio una Junta de Castilla y León que, si bien se aprovechó de la instalación y de su situación crítica arrendándolo para los ensayos de la OSCYL durante un tiempo –hay qué ver qué obsesión ha tenido siempre la Junta con los alquileres–, se desentendió irresponsablemente, en parte deslumbrada por proyectos más ambiciosos que jamás debieron considerarse incompatibles con la protección de un patrimonio amenazado.
En este asunto todo parece haber cambiado en veinte años, excepto algunos detalles que continúan, como que el Lope de Vega permanece a oscuras y Alberto Gutiérrez de concejal. Sin embargo, después de dos décadas de lluvias y goteras, de grietas y humedades, de fantasmas huidos por aburrimiento, de dique seco entre empresas privadas en busca de comprador y entidades financieras con obra social y cultural –los jóvenes no sabrán qué es eso–, el Ayuntamiento de Valladolid asume una tarea pendiente y abandonada, como esas mascotas del centro de acogida canino que nadie adopta. Algo había que hacer, además de proteger su actividad legalmente, y al fin se ha hecho. Si bien es cierto que en el último acto de la película, cuando el terror ha acabado de agarrotar las gargantas y tendemos a la distensión, siempre hay alguien en el patio de butacas que suelta aquello de «ahora es cuando lo mata» para recordar que no debemos relajarnos. De momento, la oposición, en un alarde de sagacidad sin igual, ya ha preguntado, antes incluso de cambiar el bombín de la cerradura, por la actividad que acogerá el nuevo espacio. Es comprensible su incertidumbre. Se trata de un teatro con su escenario, sus bambalinas, su patio de butacas sus palcos y su paraíso. Ellos ya saben que podría albergar concursos, congresos, ferias, entregas de premios o una memorable velada para ver la final de una Eurocopa, pero –claro– acaso no sea suficiente.
Terrorífico.
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