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Ala hora de la siesta en día caluroso de verano, el cruce de la frontera de Hendaya es un paraje regido por un silencio tranquilo bajo el control de la autoridad policial competente. Mientras los vehículos enfilados en ambas direcciones pagan el peaje, una decena ... de gendarmes observan la identidad de los pasajeros con deliberada parsimonia, que no merma, sin embargo, el rigor de su autoridad. No cruzan estos días el río Bidasoa por ese puesto aduanero, tan nombrado y concurrido como tradicional, los mercaderes de droga ni los emigrantes clandestinos, porque esos furtivos encuentran mejor camuflaje en los valles más altos y recónditos de los Pirineos.
Los gendarmes ya desenmascarados tienen estos días la misión de controlar el estado sanitario de los viajeros que entran en Francia, imponiendo la exigencia de haber sido vacunados contra la coviv 19 o la prueba de no padecer el contagio certificada por un PCR. Un examen visual determina qué viajeros deben ser auscultados: los más jóvenes y los vehículos con varios pasajeros. «Es la ley de las probabilidades, porque no podemos registrar a los diez mil ciudadanos que cruzan cada día esta frontera», justifica un agente de la gendarmería de Biarritz. Quede aquí certificada la pericia de estos policías de frontera que aplican con mucha eficacia su habilidad de descubrir al delincuente con un mero análisis visual.
El viajero sigue su camino por la autopista A-63 hacia el norte y siente por vez primera la emoción de una libertad recuperada: ha soportado durante diecinueve meses la condena de no poder traspasar esta frontera pirenaica y la prohibición de tomar tierra con gozo en la dulce Francia. Al cabo de esa maldita pandemia la vacuna nos ha devuelto la libertad, así que mientras recuerda que al norte de los Pirineos se puede correr por autopista a 130 kilómetros por hora, el viajero canta jubiloso la letrilla de moda en estos lares tan jacobinos: «Je suis un Pfizer...». Este es el estribillo de la canción que divide a los franceses, como a todos los vacunados del resto del mundo, entre privilegiados y desgraciados que han recibido una u otra inmunización. No hay mayor desgracia del ser humano que la pérdida de ese placer de echarse al camino, cambiar de casa y conocer en ciudades o aldeas de nuevos meridianos a las gentes que las habitan.
Cae estos días sobre las viñas de la región de Charente una lluvia fina y transparente, vapor cristalino que alumbra un verano luminoso. Algunos valles más hondos siguen anegados, a la espera de la sequía salvadora del verano que ya calienta el verdor tupido de las cepas. Anuncian los productores del coñac más estimado en el mundo que habrá este año una vendimia abundante y destilados de gran calidad, para ayudar a superar los efectos de esa maldita pandemia. Mas esos gestores de viña lozana y bodega centenaria prestan escasa atención a las disputas políticas de los bistrós en las grandes ciudades, una más de las adicciones que los franceses padecen desde hace siglos.
Ha comenzado ya el año de la gran elección, la del presidente de un país que se sigue pareciendo en su intensidad política a un reino gobernado por el monarca elegido en las urnas cada cinco años. Nada pronostica hoy con certeza un cambio radical en el tablero que saldrá de la elección presidencial dentro de once meses. La izquierda partidista de la Francia insumisa y la revolución perpetua ha entrado en un declive que ha barrido su poder en las recientes elecciones regionales. El partido socialista, recortado en el mapa electoral desde hace casi una década, regresa a la palestra de los votos con tan poca pujanza que no estará en la fase final de la carrera.
La extrema derecha lepenista, muy moderada en las propuestas y también en el estilo y el lenguaje de sus líderes, parece haber rozado el techo de una cosecha ganadora que nunca alcanzó. En consecuencia, se perfila una vez más el regreso al poder presidencial de la alianza de los partidos tradicionales, conservadores y liberales, que cambia de nombre desde que el fulgurante liderazgo del general De Gaulle les diera doctrina como herederos de su ideología nacionalista. La debilidad del partido tramado con urgencia por Emmanuel Macron para llegar al palacio del Elíseo, tras el escándalo del candidato conservador hace cuatro años, ha sido patente en las elecciones regionales de la pasada semana y su reelección ha perdido muchos puntos.
Al igual que ocurre en España, un sentimentalismo primitivo y una irracionalidad narcisista y reaccionaria invaden hoy la actividad política en Francia. El fraccionamiento del electorado y la escasa participación han desembocado en el absurdo de que un partido político haya conseguido la semana pasada la gobernación de un departamento o una región con menos del diez por ciento de los votos de su electorado. La contaminación sentimental de la política en Francia provoca la muerte de la política democrática y alienta un nacional-populismo en los partidos extremos del arco parlamentario, tanto por la derecha como por la izquierda de su ideología, aunque con escasas posibilidades de éxito.
Ha comenzado en Francia la cabalgata presidencialista. La pasión crece en la calle a pesar del tiempo que falta para abrir las urnas y la cotidiana cantinela de la pandemia. Así es el arte de ser francés. La Francia libérrima y racionalista se enfrentará otra vez a la Francia reaccionaria aliñada con su nacionalismo chovinista y antieuropeo.
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