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En el invierno de la guerra, las agujas del reloj corren lentamente y sin destino para quienes aún no han muerto. Los campos de batalla ... se han congelado ya en la franja ucraniana de la ofensiva rusa, y esa beligerancia que pronto cumplirá trescientos días se ha convertido en un ejercicio bélico de bombardeos a distancia, con la moderna estratagema aérea de drones y misiles. A pesar de su aparente finura, ese cañoneo mutuo mantiene la amenaza y las reivindicaciones de los beligerantes, como si las hostilidades hubieran de intimidar cada mañana al enemigo aunque la metralla haya perdido su magnitud mortífera. El hielo y la nieve han estrechado los escenarios de la devastación que no cesa, mientras se ensayan algunas tácticas diplomáticas para acortar la distancia de un negociado posible entre Kiev y Moscú.
Como si la meteorología obligara a tomar el camino de una reincidencia histórica, las extensas planicies ucranianas han cerrado el paso a los avances y a las retiradas, como ocurrió allí hace ochenta años. El 'General Invierno' puso el freno a las divisiones de Hitler cuando la nieve y el barro ralentizaron la Operación Barbarroja y se ahogaron en las heladas estepas las batallas de sus carros blindados. Desde esa perspectiva histórica, se ven indicios notables para suponer que la diplomacia sí puede entrar ahora en juego y resolver la crisis de Ucrania en esa guerra de reconquista lanzada por Vladimir Putin con el objetivo único de restablecer el imperio zarista de la Gran Rusia.
En los años postreros de la Segunda Guerra Mundial, los líderes de los aliados transatlánticos que se enfrentaban a Hitler por mar y tierra se reunían de vez en cuando en una especie de 'consejos de guerra' para coordinar su ofensiva bélica contra el nazismo. Hoy es más necesario que nunca poner en práctica esa misma estrategia de entendimiento y colaboración de los dirigentes políticos occidentales. El arte de la guerra, practicado a la sombra del generoso suministro de armamento a Ucrania, ha demostrado la relativa capacidad de entendimiento de los aliados y socios de la OTAN; sin embargo, las reiteradas cumbres furtivas, encuentros confidenciales y reuniones discretas de líderes y altos funcionarios no han logrado imponer la fortaleza del arte de la paz que pusiera en evidencia la firmeza de leyes y valores cuyo acatamiento apacigua a una guerra.
El sigilo de la conquista de Ucrania planificada por Putin, ahora con un calendario ampliado en vista de su estrategia fracasada, se esconde otra vez tras la peligrosa amenaza de la escalada bélica que conduce indefectiblemente a un conflicto nuclear. Desde el secretismo y el recelo obligatorios, se hacen escuchar los susurros que brotan de la Casa Blanca y del Kremlin con el mismo lenguaje paralelo del todopoderoso alarmado.
Esas declaraciones de urgencia han inaugurado un extraño diálogo disuasorio entre los presidentes ruso y estadounidense, inspirado en referencias históricas: Putin recuerda «el precedente de Hiroshima», y Biden le responde avisando el riesgo de un apocalipsis y mencionando la crisis de los misiles rusos enviados a Cuba. Recuérdese que la crisis cubana terminó con un compromiso acordado entre las dos superpotencias nucleares.
Ha llegado quizás la hora de llevar a cabo una consulta a puerta cerrada entre Ucrania y sus principales socios y partidarios de su causa justa, congregados en un consejo de guerra frente a las ambiciones imprecisas de Rusia. Es necesario determinar ya la lista de esos países comprometidos con la causa de la integridad ucraniana para fijar la agenda y el lugar de esa cumbre que sobrepase el contexto y la discusión discreta entre altos funcionarios.
El efecto de una reunión semejante brotó en el epílogo de la Segunda Guerra Mundial el mismo día del bombardeo nuclear de Hiroshima, seis de agosto del año 1945: las esperanzas pacifistas de aquel siglo XX pasado tan bélico quedaron fijadas aquel día en Chicago en una Constitución Mundial, cuyo texto, con prefacio del escritor Thomas Mann, inspiró la fundación inmediata de la Organización de Naciones Unidas.
Durante las últimas semanas de noviembre se celebraron una decena de reuniones internacionales del más alto nivel, desde Bali a Beijing y Sharm el-Sheikh, cuyas agendas ignoraron la alarma mundial de la guerra en Ucrania. En ese tiempo muerto de la diplomacia, los grandes protagonistas de esos foros, la ONU, el Consejo de Europa, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, permanecieron callados y débiles en la búsqueda urgente de soluciones pacíficas para el conflicto ucraniano.
En junio de 1991, mientras la Unión Soviética agonizaba, el entonces secretario de Estado norteamericano James Baker afirmó que se debía «crear una comunidad euro-atlántica extendida desde Vancouver a Vladivostok». Esa premonición desgarró el mapa de la Unión Soviética que recobró Vladimir Putin dos décadas después para lanzar su cruzada imperialista con la ocupación militar de feudos y naciones integrantes de la nueva Federación rusa.
El conflicto entre Rusia y Ucrania comenzó cuando la Unión Europea se propuso alcanzar un acuerdo de asociación con Ucrania en noviembre del 2013, un paso más hacia la deseada integración de ese país en la UE y en la OTAN. Ha llegado ahora la réplica desmesurada del Kremlin, dispuesto a impedir cualquier influencia en ese territorio que Rusia considera intocable. Su situación de frontera entre los bloques militares convierte a Ucrania, sumergida ahora en el dolor, la oscuridad y el frío, en epicentro de una guerra que se acerca a su primer aniversario y cuyo final nadie se atreve a predecir.
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Alberto Echaluce Orozco y Javier Medrano
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