Entre las lápidas del cementerio que circunda St. Paul's Chapel, donde se guarda la bandera del Regimiento Libertador de George Washington, crecen ya los árboles frondosos. La ceniza del incendio que devoró las Torres Gemelas cayó sobre esas tumbas como un manto de muerte ... blanca. Aquel 11-S, el día que le cortaron la cabeza al gigante, las ardillas huyeron de tanta desolación, mientras los habitantes de aquellas Torres desmoronadas escapaban aterrados de la catástrofe, con el rostro oculto tras una máscara caliza, como fantasmas.

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Recorrí con emoción contenida aquel escenario de muerte unos meses después de la tragedia. Habían perforado los curiosos la red metálica que cubrían por pudor aquel territorio dolorido de Manhattan. La 'Zona Cero' era el nombre en clave del paraje que la autoridad militar declaró zona de guerra. Una gigantesca bandera estadounidense y la cruz formada con dos fragmentos de una viga de hierro se erguían sobre la desolación. Bajo los escombros, cascotes de los rascacielos derruidos del World Trade Center, quedaron sepultadas 2.996 personas. Sólo la mitad de los cadáveres que recuperaron los equipos de rescate, la mayor parte calcinados, pudieron ser identificados.

¿Por cuánto tiempo permanecieron pegadas a la tierra las almas de quienes perecieron en la gran matanza? Esa pregunta, que dejó escrita una tal Kafe Mann de Illinois sobre un mural de madera en Greenwich St., muro de lamentaciones a todos los dioses, conmovía mucho a los neoyorquinos. Flotaban todavía en el aire las partículas nocivas vomitadas por el incendio, y desprendidas quizás de las almas en pena de las víctimas. Circulaba aún por la Gran Manzana mucha confusión de palabra y obra. La sombra de la muerte seguiría flotando allí, hasta que el viento y la luz vencieran al terror.

Regresé unos años después al escenario de aquella desolación del 11-S, cuando su hendidura cortaba ya a cuchillo los perfiles de un gigantesco agujero abierto en el macadán. En Nueva York el vacío es un bien escaso y una obscenidad que se combate a golpe de bulldozer y grúa. La gente aún tenía miedo: Osama bin Laden estaba vivo y su amenaza de otro ataque. La proa de Manhattan mostraba el perfil de una ciudad devoradora de hombres. Aquellas dos Torres de leyenda, mástiles de un navío, habían sucumbido fulminadas por dos enormes luciérnagas candentes, cargadas de odio, antes de cumplir cuarenta años. Según un informe confidencial del FBI, miles de habitantes de Nueva York planearon la huida en las semanas posteriores a la tragedia, pero el éxodo masivo nunca tuvo lugar

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Cuando brama una crisis económica, en Nueva York se expande una epidemia incontenible que empuja a construir más y más rascacielos. Y así se inició la restauración de aquella ruina monumental, una nueva aventura con sello de los pioneros. En una década, la autoridad municipal cuadró otro de los teoremas irresolubles en Nueva York: cómo convertir la tierra sagrada de su isla en valor de especulación sin límites, y al tiempo entregar a los héroes la porción que de ella les corresponde. En esta ciudad es difícil, quizás inútil, separar lo profano y lo sagrado. El bajo Manhattan es un territorio denso en mercados y en memoriales: a los muertos de la II Guerra Mundial, a los aviadores de la de Corea, a las víctimas del exterminio nazis… Embutidas entre rascacielos que alojan a bancos y empresas financieras, hay una docena de iglesias. La más pequeña y antigua, la de San Nicolás, fue aplastada por las ojivas de las Torres Gemelas y la primera en entrar en la nómina de edificios que habían de ser reconstruidos.

En un acelerado ejercicio democrático, los gestores del colosal proyecto de la reconstrucción escucharon el parecer de la ciudadanía y a los familiares de las víctimas. Mostraron luego al público el boceto arquitectónico de sus planes: construcción de seis rascacielos en el solar aledaño al de las Torres Gemelas, edificios de tamaño mediano en la escala de Nueva York. Un nuevo urbanismo comenzó a emerger de los escombros. La enorme construcción, el impresionante Memorial de las Víctimas que ocupó la huella de las Torres desmoronadas, y un proyecto espectacular: el centro commercial Oculus del arquitecto Santiago Calatrava, símbolo de despilfarro y vanidad visual con forma de estegosaurio, cuyas gigantescas costillas voladoras costaron cuatro mil millones de dólares. La combinación de dinero a espuertas, especulación de la vecina Bolsa de Wall Street, el dolor de las víctimas, los egos aquitectónicos y los sueños de una ciudad eterna transformaron la 'Zona Cero' en un pozo de miles de millones de dólares en subvenciones federales, exenciones fiscales y ganancias de empresas aseguradoras.

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Los neoyorquinos declaran periódicamente la muerte de su amada ciudad. Lo hicieron cuando estalló la crisis financiera de 1929, el día en que el huracán Sandy amenazó a sus rascacielos, ante la invasión de sus barrios más ricos por la pandemia de la covid-19 y el fin del mundo tras la tragedia del el 11 de septiembre. Pero Nueva York, amenazada y orgullosa, siempre perdura.

En uno de sus más quiméricos poemas neoyorquinos, dejó García Lorca el tríptico que revela la ola de fango y luciérnaga de la Gran Manzana, premonición que él intuyó en su 'Danza con la muerte': «El mascarón. ¡Mirad el mascarón! / Arena, caimán y miedo sobre Nueva York. (...) Yo estaba en la terraza luchando con la luna». Nadie sabe dónde estaba Dios aquel 11 de septiembre del 2001.

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