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Apenas dos semanas han bastado para grabar en la memoria la nueva normalidad del curso escolar más incierto que se recuerda. El trabajo desarrollado por ... la comunidad educativa ha sido encomiable a pesar de la improvisación y la falta de liderazgo del Ministerio. Sin un plan al que agarrarse, esto huele a sálvese quien pueda. Pese a los esfuerzos, debemos admitir que no nos han gustado las condiciones de la vuelta a las aulas.
Los colegios han convertido la salud en el leitmotive de su programa académico. La imagen más impactante de esta generación covid la visualizo en el patio. Lo que antes era una madeja enmarañada de griterío y chavalería ahora se ha transformado en un espacio milimétricamente zonificado con cintas adhesivas en el suelo. Nadie sale del perímetro asignado y aún así hay motivos para disfrutarlo. Los juegos se han adoptado para evitar el contacto. Ahora la araña peluda, el 3.0 del clásico pilla-pilla, se practica en el espacio acotado y sin más contacto que el de la pata de la araña sobre el costado huidizo del resto de escolares. Al terminar, se fumigan las manos y vuelta al redil.
Uno de los lugares más sensibles son los comedores. Después de más de tres horas de mascarillas, toca guardarlas y sentarse a la mesa. Con mamparas o sin ellas, ya nadie comparte, no se prueba el pollo del vecino ni se le pasa la lechuga al de más allá. Los pequeños comensales saben que el plato es personal e intransferible.
No conviene acostumbrarse porque de pronto llega la OMS y lo mismo te desaconseja el codazo que la araña peluda y ahí nos deja, con la mano en el corazón y la pena de estar más cerca, pero tan lejos. Y no hay lamentos, no se quejarán porque si algo bueno ha dejado la pandemia es que los más pequeños ni son los súpercontagiadores que suponíamos ni la generación descreída que imaginábamos.
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