Aquellos tiempos del topillo

Qué época, hace cuatro días, cuando hablábamos de Igea y no sabíamos que mediando marzo íbamos a ser unos nihilistas de tomo y lomo, fumadores inopinados y epidemiólogos, psiquiatras, concursantes de GH y padres de nosotros mismos.

El confinamiento, en el fondo, discrimina al campo y la ciudad. No es lo mismo para el alma -que es el todo- ver una cacerolada o un plátano gigante en el ladrillo visto de enfrente que tener, no sé, un páramo, un palomar y esos sitios tan susceptibles de que brote una amapola. La gasolinera abre en régimen de autoservicio y me falta indecencia para ir a la farmacia, a 3 kilómetros, a por un chute de Ordfidal y buenas noches. De repente se ha ido el humor, y con cualquier excusa salen a la terraza a ver que los planetas siguen girando, que los cenizos se nos han vuelto metafísicos cuando el doctor Simón y usted y mi perro -que se pasea solo- sabemos que todo se ha hecho mal y tarde.

España es hoy el placer certero de que la UME entre en Cataluña, un banco de gimnasia en el salón, una jindama y una ristra de cursis que se crecen en la crisis con poemitas.

Ahora, confinado en la llanura, empiezo a recordar que somos bichos sociales, que quiero pedalear en Cervera. Que qué solos se quedan los muertos y que cuántas primaveras nos hemos perdido por la calentura de un mal enamoramiento.